Prosa aprisa.
Arturo Reyes Isidoro.
Me gustan los animales, con la excepción de algunos porque me imponen temor, como las víboras, por ejemplo.
Provinciano de origen –por definirme de alguna manera–, de adolescente, llegando a mi primera juventud, en las ferias de pueblo entraba siempre, creo que por una especie de morbo, al estand donde en un tipo de estanque portátil un hombre exhibía muchos y diversos tipos de víboras, amontonadas unas encimas de otras, deslizándose entre ellas mismas, que constituían un verdadero mazacote viscoso, que me impresionaban pero que no dejaba de ver (a veces creo que por eso, ya cuando traté y conviví con muchos de ellos, algunos políticos rastreros, algunos verdaderas víboras, ya no me impresionaron).
Viendo en el serpentario portátil que algunas iguanas convivían con las serpientes sin hacerse daño, me quitó el gusto por esos animales, que mi madre Margarita de niños nos guisaba en acuyo o hierba santa y cuya carne disfrutábamos, como si fuera de pollo, además de sus huevos, que para nosotros eran una delicia.
También entraba al estand donde una mujer gordita ella, morena, invitaba a la entrada a pasar a ver a la mujer que se convirtió en víbora, y, sí, montaban tan bien su número que sobre un mostrador aparecía la cabeza de una mujer joven con una larga cola de víbora, que daba la impresión que era real, y que cuando la dueña del negocio le preguntaba porqué estaba así, la otra respondía que porque se había portado mal con sus padres.
En los circos, en especial en el legendario Atayde, conocí las cebras, los caballos ponys y los percherones, los leones, los elefantes, alguna vez algún oso bailador y creo que alguna jirafa, sin faltar los monos.
De niño, mientras viví con mi familia (poco después de los 13 años los dejé para irme a trabajar, hasta la fecha), mi madre siempre tuvo un perro (“Muñeco”) y un loro, perico o cotorro (“Lorenzo”). Eran parte de la familia y mi madre los procuraba como unos hijos más. Fuera de eso, porque entonces había muchos y los vendían en los mercados, los conocí porque comí pichichi (un ave, parecida al pato), tepezcuintle (perro de montaña), iguana, tortuga, pochitoque (tortuga de tamaño pequeño, de pantano, de Tabasco y del sur de Veracruz), pejelagarto (en tamal, con hoja de epazote) armadillo, venado, tlacuache, carne de res y de puerco (por supuesto), de borrego, gallinas, patos y guajolotes, y siempre pensé que la birria que comí muchas veces en la Ciudad de México, en los años 80, en realidad era de carne de perro, aunque es cierto que lo que no mata engorda.
Fuera de eso, poco tiempo tuve para convivir con animales, que en su mayoría me gustan casi todos, hasta ya adulto mayor, cuando dejé de trabajar en el gobierno y pude dedicarle más atención a uno que otro perro de la familia y a una tortuga japonesa, macho, que me regalaron, que atendía mejor que a mí mismo y cuya muerte accidental me afectó cómo no me esperaba.
Esto último me predispuso a no tener otra mascota para no encariñarme con ella, pues me dolió ver la muerte por atropellamiento de una hermosa perrita, afectada por su edad, y de perros, también muertos por viejitos, cuyos últimos años y agonía, dolorosos, no distan nada de lo que pasamos los seres humanos.
Haciendo un recuento de mi ya larga vida, no, no creo nunca haber albergado un sentimiento de superioridad ni con el resto de animales ni con los seres vivos por comer ¡galletas de animalitos!
Todo lo anterior viene a cuento, lector, porque resulta que un grupo de activistas veganos franceses (mi respeto para ellos) busca que desaparezcan para siempre del mercado las galletas con formas de animales que nosotros los adultos (casi estoy seguro que la mayoría de los jóvenes de las medianas y grandes ciudades ya no) conocemos como “galletas de animalitos”, con el argumento de que generan malas conductas en los niños al “hacerles creerse superiores al resto de los animales y seres vivos”.
Difiero de la ONG “Vegan Sociaty”, que afirma que no busca la prohibición por los ingredientes sino por la forma del alimento. Corey Lee Wrenn, eco-feminista y profesora titular de sociología en la Universidad de Monmouth, dijo que “El consumo de galletas de animales reitera a los niños su acceso privilegiado al mundo natural, y a todos los animales, ya que los convierte en subordinados. Al poder ´recolectar´ animales, manipularlos y comerlos, se resaltan las nociones de supremacía humana sobre otras especies”.
Es polémico.
En México, en muchas zonas del país donde creo que todavía se consume en buena cantidad ese tipo de galletas, quienes viven en la pobreza o en la pobreza extrema creo que lo único que les interesa es llevarse a la boca algún tipo de alimento y sobrevivir, sin pensar en la superioridad de nada sino en la inferioridad en la que viven, inferioridad muchas veces –es triste y doloroso decirlo– al lado de la cual muchos animales de casas de familias con recursos viven mil veces mejor, por todos los privilegios de que gozan.
Vengo de una familia en la que mis padres, de origen modesto, nunca nos acostumbraron a cenar, como casi todos lo hacían, y nuestra cena, sobre las siete de la tarde u ocho de la noche era un “pocillote” (así decíamos) de café de olla con leche (bronca, que un lechero, flaco él, moreno, de figura quijotesca, repartía sobre un caballo flaco, “lechero”, y que llevaba en peroles metálicos) y pan (que vendía un hombre chaparrito pero que cargaba en una batea rectangular de madera, de buen tamaño, sobre un turbante en su cabeza, que al caminar ¡no se le caía!, y que para vender bajaba y montaba sobre una tijera también de madera, que llevaba en el brazo) o galletas de animalitos. Hasta ahora que los franceses salen con su teoría, nunca antes me había puesto a pensar si me creía superior a cualquier animal porque de niño comí muchas galletas de animalitos, y solo sé, y sabía, que me gustan casi todos los tipos de animales, que admiro la nobleza y la belleza de algunos y la fuerza y la destreza de otros, muy superiores a las de los seres humanos.
En Xalapa veo que venden el producto en las bodegas de semillas y en algunos mercados, ya poco en las tienditas de la esquina que sobreviven y, ¡oh ironías de este mundo dominado por la publicidad y la mercadotecnia!, en cambio las veo a su venta en Costco, en grandes pomos de plástico, a un precio que lo piensa uno para adquirirlo, además porque el contenido no es mucho, galletas que, me imagino, solo compran nostálgicos como yo o quienes quieran presumir de ¿snobs?
Ya veremos en qué para este movimiento de veganos franceses, pero, por lo pronto, su deseo de desaparecer las galletas de animalitos me remontó a mis orígenes, a aquellos días, a aquellas noches en que las echábamos en el café con leche, las cuchareábamos y las disfrutábamos como el mejor manjar, que además lo era para nosotros y que nos causaba mucha alegría y placer.
Y claro que estoy a favor del cuidado y la protección de los animales, pero también de quienes muchas veces no tienen otra cosa que comer más que galletas de animalitos.
Lector, pasa un feliz fin de semana y toma tus precauciones porque está pronosticado lluvia y norte. Pero disfruta, por favor. ¡Ah! Y piensa bien por quiénes vas a votar, si es que lo piensas hacer. ¡Abur! (adiós), decían en el siglo pasado en las columnas de páginas de “sociales”, ¿recuerdan?