Ciudad de México, 25 de septiembre de 2025 — A once años de la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, el papel del Ejército mexicano en la narrativa oficial sigue siendo uno de los puntos más opacos, disputados y políticamente sensibles del caso.
Lejos de esclarecerse, la participación de mandos militares ha sido objeto de blindaje institucional, omisiones sistemáticas y una estrategia narrativa que busca preservar la imagen de las Fuerzas Armadas como garantes de seguridad, no como actores de violación a derechos humanos.
Desde los primeros días tras la noche del 26 de septiembre de 2014, la narrativa oficial evitó mencionar al Ejército, a pesar de que los estudiantes fueron monitoreados por inteligencia militar, y que el 27 Batallón de Infantería en Iguala tuvo conocimiento directo de los hechos.
La “verdad histórica” construida por la Procuraduría General de la República bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto excluyó cualquier responsabilidad castrense, concentrando la culpa en autoridades municipales y grupos criminales.
Con el cambio de administración en 2018, el discurso presidencial prometió abrir los archivos militares y esclarecer el papel del Ejército. Sin embargo, la narrativa oficial mantuvo una ambigüedad calculada: se reconoció la necesidad de investigar a las Fuerzas Armadas, pero se evitó confrontarlas directamente.
La creación de la Comisión para la Verdad y el acceso a documentos reservados generó expectativas, pero también nuevas tensiones. A la fecha, Sedena ha entregado información fragmentada, ha omitido registros clave y ha negado el acceso a comunicaciones internas que podrían revelar el seguimiento militar a los estudiantes antes, durante y después de su desaparición.
La narrativa oficial ha oscilado entre el reconocimiento simbólico del dolor de las familias y la protección estructural del Ejército. En conferencias matutinas, el presidente ha defendido a las Fuerzas Armadas como instituciones “leales al pueblo”, mientras los padres de los 43 denuncian encubrimiento y simulación.
Esta tensión se agudizó en 2022, cuando el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) reveló que Sedena ocultó información relevante y que algunos mandos militares podrían haber tenido responsabilidad directa en los hechos.
El blindaje narrativo se extiende también al ámbito mediático. Mientras medios independientes y organizaciones civiles han documentado el papel del Ejército en la desaparición, los medios hegemónicos han reproducido una narrativa que exalta el rol del Ejército en tareas de seguridad, sin cuestionar su implicación en violaciones graves. La cobertura institucional ha privilegiado el discurso de “colaboración” y “apertura”, aunque los hechos demuestran lo contrario.
La irrupción de normalistas en el Campo Militar 1 este 2025, con la quema de un vehículo y el derribo de una puerta, no solo fue una acción de protesta: fue una ruptura simbólica con el blindaje narrativo que ha protegido al Ejército durante once años.
Los familiares exigen acceso total a los archivos, castigo a los responsables y una narrativa que no excluya a las Fuerzas Armadas del entramado de impunidad.
Ayotzinapa no es solo un caso judicial: es una disputa por la memoria pública, por el papel del Ejército en la vida civil y por el derecho de las víctimas a conocer la verdad completa.
A once años, el silencio castrense sigue siendo uno de los obstáculos más profundos para la justicia.