/ Bárbara Hoyo /
El cáncer es un cielo iluminado,habita el límite de lo que acaba.Isabel Zapata
Este mes se pone la lupa sobre el cáncer de mama, una enfermedad cada vez más cercana. Para mi mamá, el 19 de octubre, Día Mundial de la Lucha contra el Cáncer de Mama, se celebra. En casa, octubre se trata de conmemorar la vida.
Mi relación con el cáncer es una relación con la memoria. La primera vez que diagnosticaron a mi mamá yo tenía siete años y no comprendía lo que pasaba, pero intuía la posibilidad de que ella dejara de estar a mi lado. La historia que durante mucho tiempo me conté fue la experiencia de una niña que contempló los procedimientos médicos de su madre y que se refugiaba en los espacios que había entre cirugía y cirugía.
Conservo un recuerdo nítido de ella tendida en la cama del hospital, entre una fortaleza de cojines y, frente a ella, una fotografía mía. Mucho tiempo después, cuando nació mi hijo, entendí que esa foto era el símbolo de la motivación que necesitó para seguir adelante.
Diez años más tarde, con un cáncer distinto en la otra mama y de nuevo con la fortuna de un diagnóstico temprano y con la fortaleza y resistencia corporal que implica una mastectomía radical bilateral, mi mamá se volvió a aferrar a la vida. Esta vez con más conciencia de las implicaciones de la enfermedad. A veces me preguntó en qué medida creció mi admiración por ella gracias a estos dos procesos.
A pesar de que el cáncer de mama se ha convertido en una enfermedad con mayores posibilidades de prevención y de detección oportuna, no todas las mujeres corren con la misma suerte con la que corrió mi madre: según datos actuales del INEGI, el cáncer de mama constituye la principal causa de morbilidad hospitalaria por tumores malignos entre la población de 20 años y más.
Mientras escribo esta columna siento que de alguna extraña manera me regocijo en la vida y traiciono el dolor implícito en esta historia. Supongo que esa es la ventaja que da la distancia: cuando eres capaz de mirar en retrospectiva los eventos que te marcaron, pero sin tantas emociones de por medio. O por lo menos sin el riesgo de desbordarse cada vez que se habla de ello, como me pasó durante tantos años. O como seguramente todavía le pasa a ella.
El cáncer es una enfermedad durísima, tanto para quien la padece como para quienes le rodean. Lejos está de ser causa de celebración cuando es reciente, aunque exista una batalla librada. Nunca me sentí cómoda con articular que mi mamá estaba luchando, me daba mucha rabia que hubiese tenido que recorrer dos veces ese camino, pero no es poco ni insignificante. Así que sí, pese a mi incomodidad con la palabra, mi mamá luchó con todo su cuerpo. Un cuerpo que hoy, claramente, es un campo de batalla en el que las cicatrices cuentan que dos veces lo invadió el cáncer.
Las mujeres tenemos una relación múltiple con nuestros senos: en principio, la hipersexualización mientras crecen; después, para quienes nos convertimos en madres, viene la lactancia; y, finalmente, la latente posibilidad de desarrollar cáncer, que es un camino paralelo y visible al que nos asomamos de vez en cuando y sentimos vértigo.
Quizá nuestro destino es estarnos mirando el pecho. Y habrá que mirarlo más y tocarlo más y explorarlo más y saber que, si fijamos ahí la mirada, también fijamos la vida.
Es raro que, después de todo lo vivido junto a mi madre, ambas seamos capaces de pensar, sentir y hablar sobre el cáncer desde la victoria. Aunque en realidad nunca se pueda cantar victoria cuando de cáncer se trata. La fortuna de la supervivencia arroja muchas enseñanzas, pero en el trayecto existe pura incertidumbre, miedo y dolor.
Quiero pensar que al cáncer le pusimos punto final. Ese es mi deseo para ella y para mí. Aunque, año con año, compartamos el temor que acompaña las revisiones y, en el caso de ella, los estudios que descartan una nueva visita de la enfermedad y que, hasta el día de hoy, nos han permitido que octubre sea un mes de celebración.
La autora es psicóloga y columnista.
