*Hiel y Miel.
/ Tere vale /
Soy una baby boomer. Y como a los otros miembros de mi generación no me gustan las prohibiciones. La libertad era uno de los bienes más preciados en nuestra juventud, luchábamos por ella todos los días después de escuchar las historias que habían vivido nuestros padres al verse de una u otra manera limitados en sus derechos.
En muchas naciones del mundo se alzaban gobiernos autoritarios que implementaban distintas variantes de censura. Aquí, en México, la Secretaría de Gobernación tenía, entre los años 50 y 70, toda un área dedicada a “supervisar” los contenidos de noticiarios, radio y telenovelas, películas y hasta de los pocos programas de opinión que entonces existían. En Venezuela, con Pérez Jiménez y en otros países sudamericanos, la censura por parte de los gobiernos militares era lo cotidiano. Igual en España durante la dictadura de Franco o en Paraguay bajo el régimen tiránico de Stroessner.
Las luchas que se dieron al desafiar al autoritarismo finalmente lograron que contáramos con algunos triunfos en esa dura batalla. Hija como soy de un radiodifusor venezolano, perseguido por decir lo que pensaba, conocí muy de cerca la dureza de esta lucha. Vivir en democracia era y es vivir sin censuras.
Las políticas prohibicionistas siempre esconden el afán de control y el sojuzgamiento de la ciudadanía. La censura que vigila a los medios de comunicación o a las bellas artes me resulta, desde todo punto de vista, indeseable. En el caso que me ocupa hoy, la censura veladamente impuesta a los narcocorridos o corridos “tumbados” me parece una medida inútil y que promoverá decididamente el éxito de este tipo de “expresiones” musicales. Nada más deseado, especialmente por los jóvenes que buscan reafirmarse, que lo prohibido.
No conozco los éxitos de Luis R. Conriquez ni de otros cantautores de este tipo, tampoco he visto jamás una serie de narcos, ni leído una novela sobre el asunto. Sin embargo, me opongo rotundamente a que sea prohibido cantarlos, verlos, escribirlos o producirlos.
La violencia no se contagia por escuchar una canción, ver una película o leer un cuento sobre criminales.
El tema de la brutalidad es bastante más complejo que la prohibición o aprobación de contenidos, estas pulsiones forman parte de nuestro repertorio emocional. Si avanzamos por el camino de la censura, Shakespeare, Navokov o Dostoievsky, y casi cualquier autor de cualquier tiempo estaría prohibido por la difusión y hasta exaltación de formas de conductas aberrantes o violentas.
Prohibir iguala a los regímenes fascistoides, populistas o totalitarios, tipo Hitler, Stalin, Trump o Milei, con sus respectivas quemas de libros, temas que no se deben tratar en las universidades o empresas de radio y tv censuradas por no pensar como los poderosos.
Se canta sobre lo que se ve, sobre lo que se vive, sobre lo que se siente.
Prohibamos la incapacidad para combatir la violencia y mejorarán nuestras canciones. Seguro.