- El Ágora .
/ Octavio Campos Ortiz /
Lo que menos importaba era impartir justicia para los pobres, lo urgente era satisfacer una venganza política, cobrar una inexistente afrenta personal; como en el absolutismo monárquico o en el despotismo ilustrado había que satisfacer el capricho de quien ejercía el derecho divino al poder, aun a costa del pueblo. Casi consumada la mal llamada reforma judicial, arribamos al régimen totalitario, a la extinción del Estado de Derecho, al gobierno sin división de poderes ni contrapesos constitucionales.
Nadie duda que era necesaria una reforma total al sistema de justicia, pero esta debió iniciarse con el primer contacto de la autoridad con el ciudadano cuando se quebranta el orden legal, cuando se atenta contra la vida o el patrimonio de los gobernados, cuando se cometen ilícitos o se configuran abusos de poder. Son la policía y el ministerio público las primeras instancias que se deben modernizar para extirpar la corrupción que impide el imperio de la ley. Gobiernos van, gobiernos vienen y ninguno ha podido capacitar y eficientar a los cuerpos de seguridad pública. Pero las instituciones de mantener la paz y la tranquilidad social no son las únicas que debieran ser objeto de políticas públicas eficientes. Eslabón fundamental para procurar justicia y reestablecer las garantías ciudadanas es la Representación Social; la figura del ministerio público es la instancia que los regímenes debieron reformar, capacitar y profesionalizar.
En el sexenio de Felipe Calderón se inició el cambio del sistema inquisitivo al penal acusatorio, es decir, del escrito al oral, de las averiguaciones previas a las carpetas de investigación, lo que supondría una mejor y más ágil actuación en la barandilla, mayor número de consignaciones y menor impunidad. Pero eso no se logró; entonces se pensó que la autonomía de las procuradurías era la piedra filosofal que transformaría la justicia en México. Aparte de cambiar el nombre por fiscalías, se pensó que con un periodo en funciones que trascendiera lo sexenal se lograría la imparcialidad y se evitaría el uso político de los fiscales para cumplir vendettas de los gobernadores. Ni el cambio de la nomenclatura ni la vigencia de los fiscales tuvo un beneficio para los gobernados, mucho menos para los mandatarios, quienes entraron en conflicto con el jefe del ministerio público.
Aparentemente cumplida la exigencia de vengar al tlatoani, y lejos de lograr que la Representación Social pudiera integrar casos sólidos para consignar ante un juzgador, la autollamada 4T prefiere optar por la figura del procurador designado por los ejecutivos para seguir con los fiscales “carnales”, burócratas a modo convertidos en brazos ejecutores de consignas políticas. La verdad es que nunca el ministerio público pudo adaptarse al nuevo sistema penal acusatorio ni supo qué hacer con su autonomía, siempre acostumbrado a recibir órdenes. Por ello resulta irónico que en la anunciada reforma a las fiscalías solo se piense en omitir su aparente autonomía y reconocer que hay carencias que se deben subsanar, sin marcar cuáles. Urge una verdadera reforma a la procuración de justicia que vaya más allá del apelativo, que realmente se garantice su autonomía para evitar el uso faccioso de la justicia y capacitar al representante social en el sistema penal acusatorio para que sepa integrar las carpetas de investigación y haga sólidas consignaciones. Falso que la puerta giratoria sea responsabilidad de corruptos togados -que los hay-, sino de las mal integradas consignaciones, carentes de investigación y de pruebas.
No es mala idea reformar las fiscalías y hacer justicia, pero por satisfacer caprichos personales empezaron por el final.
Apostilla: Ejemplo faccioso de la justicia puede ser el caso de los menores violentados presuntamente por sus tíos en Zimapán, Hidalgo. Una disputa familiar se ha convertido en instrumento para una guerra política y mediática. Arturo Williams Trejo Leal, uno de los involucrados, ha denunciado diversas acusaciones que, más allá del drama personal, dejan al descubierto el uso del aparato judicial como arma de venganza. Refiere una persecución construida sobre testimonios inconsistentes, dictámenes desestimados y una manipulación evidente de menores, donde los móviles económicos y los intereses sindicales pesan más que la búsqueda de justicia.
Detrás de los señalamientos está el nombre de Aylén Trejo Leal, su hermana, quien —según Williams— busca anular derechos hereditarios a través del escándalo. A la par, los vínculos con el sindicato del cemento y los recientes actos violentos en Zimapán revelan que lo personal se ha contaminado con lo político. La justicia no puede operar bajo consigna ni en medio de campañas de linchamiento. Si la verdad importa, el proceso debe volver a ser jurídico.