BY TRINI LÓPEZ VERDÚ/tribuma feminista .
El feminismo siempre ha luchado por la igualdad entre hombres y mujeres, pues tradicionalmente los estereotipos de género han recluido a estas últimas imponiéndoles un rol subordinado a los diferentes modelos sociales patriarcales. Han sido la cárcel que ha determinado el lugar que deben ocupar y las actividades propias de la “naturaleza femenina”, la prisión que ha condicionado el desarrollo de su autonomía personal y ha limitado su participación en los espacios públicos. Sin embargo, el germen del feminismo es tan antiguo como la historia olvidada de las mujeres. Mujeres conscientes de sí mismas, de su propio valor, de su fuerza, de su talento e inteligencia, vivieron y viven circunstancias que con frecuencia limitaban el desarrollo de sus capacidades, de su autonomía y responsabilidad. Pensadoras de la Antigüedad destacaron gracias a un gran esfuerzo intelectual en un contexto de enormes dificultades para las mujeres. Conocemos la terrible tortura y mutilación de Hipatia de Alejandría, La Filósofa, cuyos textos debieron arder bajo las llamas de la Biblioteca en las proximidades del Nilo. No quedó nada de su saber, ninguna copia se salvó, solo queda el recuerdo que es posible recuperar a través de ciertos fragmentos y testimonios. Una historia difícil de rastrear, pero no imposible.
la situación de opresión que las mujeres padecen o han padecido es fruto de unas estructuras patriarcales y debe desaparecer, negar esta realidad es misoginia.
Pensadoras que se atrevieron a cuestionar las verdades de los grandes sabios y que fueron generalmente silenciadas o excluidas por la tradición, salvo algunos casos que no suponían ningún problema pues fueron perfectamente aceptables en un marco de normalidad que admitía ciertas excepciones. Estos privilegios no fueron considerados peligrosos pues no suponían una amenaza para la aceptación de las costumbres, de los roles o estereotipos que ambos sexos debían asumir para vivir en armonía. Mujeres destacadas como Christine de Pizzan que afirmó que “el buen sentido o juicio es un don que la naturaleza otorga lo mismo a hombres que a mujeres”, es decir, una capacidad natural propia de ambos sexos. O como Marie de Gournay que consideró que el “sexo” o las diferencias biológicas no constituyen ninguna distinción en cuanto a la racionalidad humana: “Nada hay más parecido a un gato sobre una ventana que una gata”. ¿Cómo debemos interpretar estas afirmaciones?
Frente a los que sostenían que existía una “naturaleza femenina” diferente y que la mente femenina no es como la del hombre, Mary Wollstonecraft defendió la necesidad de educar a las mujeres para permitir el desarrollo de sus facultades racionales y la capacidad de desarrollar sus vidas con autonomía y responsabilidad. “La mente no tiene sexo”, afirmaba. Contra aquellos que consideraban que las niñas por naturaleza se preocupan de cosas artificiales como los adornos, los vestidos, los lazos y la belleza defendió la necesidad de la educación, rechazando la idea de que existen virtudes propias del hombre o virtudes propias de la mujer. Las pocas mujeres que destacaron intelectualmente fueron consideradas como “descarriadas del sexo femenino”, como rarezas que poseían un aire masculino.
La amenaza de las costumbres parece que continúa siendo el principal obstáculo en la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres. La idea de “naturaleza femenina” que representa la fragilidad, la belleza, la sensibilidad y la dedicación frente a la idea de “naturaleza masculina” que simboliza la fuerza, la independencia y la valentía permanecen y siguen siendo asumidas en el imaginario colectivo. Actualmente, la categoría de “género” continúa imponiéndose como una esencia que determina la verdadera identidad del individuo. En mayor o menor medida continuamos fomentando estereotipos y nos sorprende que un niño tenga características femeninas o que una niña tenga características masculinas. Continúa siendo habitual marcar a las niñas con pendientes y adornos y animar a los niños a que sean fuertes y no lloren, porque llorar es de niñas. Vemos estas diferencias artificiales en todas partes. Y si esto no se asume, surge la confusión. Nada puede quedar fuera de la costumbre, si algo así se produce, nos precipitamos para tomar medidas y solucionarlo. Esta precipitación puede llevar incluso a la medicalización de un proceso de transición que pueda conducir al individuo a realizar su verdadera esencia. Cualquier cosa menos admitir que algo no concuerda con las costumbres o con lo aceptado socialmente como normal. “Nació en el cuerpo equivocado”. “En realidad, no es él (o ella/e)”. “No puede aceptarse a sí mismo/a/e”. La polémica está servida, pero se sustenta en el aire, en el vacío, en las esencias.
Usar un lenguaje que trata de visibilizar a las mujeres, tampoco es transfobia, solo es una estrategia de visibilización para luchar contra la tradición que las ha ocultado y silenciado sistemáticamente.
El sexo y el género quedan confundidos de manera que “hombre” ya no se identifica con sexo masculino y “mujer” con sexo femenino. Sin embargo, subyace la idea de que existe “lo masculino” o “lo femenino” como algo que determina nuestra identidad, más allá de nuestra biología. El punto de partida ha sido el mismo, pero ha conducido a posiciones enfrentadas entre sí. La idea de que hombres y mujeres tienen atributos sexuales diferentes pero que estas diferencias no requieren necesariamente encarnarse en un estereotipo se presenta de dos maneras. Por un lado, el feminismo sostiene que, si esto es así, no existe una diferencia sustancial entre nacer hombre o mujer y, por lo tanto, la situación de opresión que las mujeres padecen o han padecido es fruto de unas estructuras patriarcales y debe desaparecer, negar esta realidad es misoginia. Por otro lado, el transfeminismo plantea que si no existe esta diferencia sustancial cualquiera puede sentirse hombre o mujer con independencia de su sexo biológico, precisamente la negación de esta circunstancia ha sido la causa de la opresión de las personas trans. Por lo tanto, se trata de dos posiciones que se encuentran estrechamente relacionadas, que comparten elementos que afectan de manera similar a colectivos distintos.
Las acusaciones de transfobia hacia el feminismo, o de misoginia en el caso del transfeminismo son fruto de una vulgarización y mala interpretación de los conceptos fundamentales implicados. Compartimos elementos, situaciones y estrategias que en lugar de hacernos más fuertes se utilizan como armas arrojadizas que nos debilitan y fortalecen el sistema patriarcal. Usar un lenguaje que trata de visibilizar a las mujeres, tampoco es transfobia, solo es una estrategia de visibilización para luchar contra la tradición que las ha ocultado y silenciado sistemáticamente. Nada hay más contrario al feminismo que negar la posibilidad de que un hombre posea características tradicionalmente atribuidas a las mujeres o viceversa. Y nada debería haber más contrario a las personas trans que negar la defensa de la igualdad y la exigencia del reconocimiento de la dignidad y derechos de todo ser humano. Reivindicar derechos para las mujeres (para todas las mujeres) no implica negárselos a nadie, más bien al contrario. Rechazar la violencia específica que sufren las mujeres por haber nacido mujeres como la ablación, la criminalización del aborto, las violaciones o la explotación sexual, la pobreza, el matrimonio infantil, los vientres de alquiler… ni es transfobia, ni excluye el reconocimiento de la violencia que pueden sufrir todas las personas.