Crónicas de la Explotación Petrolera

Bitácora Política.

Zacamixtle donde en sus calles rodaba el oro a montones
En el norte de Veracruz se instalaron 55 empresas americanas
Despojaban a los propietarios de sus terrenos con engaños
Por Miguel Angel Cristiani Gonzalez

Seguramente que la mayoría no ha escuchado nunca el nombre de la población Zacamixtle, ubicada al norte del estado de Veracruz, tal vez nuestro amigo y compañero Raúl Torres con su prodigiosa memoria sí tenga algunas anécdotas que giras realizadas por ese lugar, que según la crónica del ingeniero Alfredo Aguilar Rodríguez “es un poblado que en su tiempo fue una ciudad cosmopolita, donde rodaba por las calles el oro a montones”.

Así era ese poblado al inicio de la explotación petrolera, como ocurrió en tantos otros lugares, en donde la gente se hartaba de ganar tanto dinero que mejor se iba a su lugar de origen, con los bolsillos a reventar de billetes y monedas, donde había mercados, boticas, fábricas, cines, teatros, billares, cantinas, burdeles, donde se podía conquistar una muchacha del color que quisiera, campo de aviación, fumaderos de opio, donde la población no dormía, así era.

Zacamixtle está situado en actual Municipio de Tancoco, Veracruz, en el Norte de Poza Rica y de ese Estado, entre Cerro Azul y Naranjos, y más exactamente ubicado a 6 Km al N-NE de Cerro Azul. Ahora es una comunidad muy pequeña, donde habitan poco más de 1,000 personas que viven en 412 casas. Así está ahora, después de haber sido una importante metrópoli petrolera.

Entre 1900 y 1936, en esta zona del Norte de Veracruz, se instalaron muchas compañías petroleras extranjeras (55 americanas y 13 inglesas) y mexicanas (21), marcando una etapa histórica de desenfrenada explotación del subsuelo norveracruzano, saqueando totalmente una verdadera riqueza nacional, entre otras, la región conocida como la Faja de Oro, que contuvo el más rico e importante yacimiento de petróleo de que se tenga conocimiento en toda la historia petrolera de nuestro planeta. Partía de Juan Casiano, al norte de la Villa de Naranjos y terminaba en la ciudad de Álamo, 80 Km de largo por 10 Km de ancho. Fue una orgía de bandidos que sólo dejó miseria, pobreza y desilusión.

Corrieron raudales de oro por estas tierras y nada se quedó.

Con el auge del petróleo que cayó sobre México, también cayó una verdadera banda de aventureros, ansiosos de oro y faltos de escrúpulos. A poco de llegar, todos ellos, se convertían en grandes personajes, y después de dos o tres buenos golpes tornaban a sus tierras a gozar de su fortuna, sin recordar a México, a no ser para maldecirlo, contando los grandes peligros que el hombre civilizado tiene que soportar en aquel país de salvajes. Eran piratas, prestanombres, negociantes, gerentes, contratistas, abogados, consejeros, etc., constituían una maraña, en la que unos y otros se disputaban la presa a dentelladas, aunque siempre sabían unirse y ponerse de acuerdo para desplumar al nativo.

Eran de todas clases y pelajes: desde el presuntuoso financiero educado en Oxford, hasta el brutal advenedizo, que robaba de noche las tuberías, saqueaba los campamentos y golpeaba con sus propios puños a los desamparados indígenas. Pero si su exterior variaba, en el fondo eran todos iguales. Tenían alma de forajidos, ajena a la nobleza y a la compasión, desconocedora de los más elementales principios de justicia y de humanidad.

Había entre ellos pequeñas guerras se sucedían a menudo. Compañía contra compañía, compañías contra empresarios individuales, o éstos contra ellos. Pero siempre quien a la postre pagaba los platos rotos era el pequeño propietario objeto de la disputa. La estrategia era simple: agentes que recorrían la comarca buscando a los dueños de lotes señalados como importantes. Cuando daban con alguno de ellos comenzaba la lucha. A veces, representantes de empresas rivales realizaban simultáneamente el descubrimiento y se entraba en un verdadero concurso para arrancar al indio de su choza y llevarlo a Tampico, para que firmara o desaparecerlo. Claro que lo que se le ofrecía no era valioso, como que el indígena desconocía hasta el nombre del petróleo.

Generalmente, se le ilusionaba con promesas de chales, de collares, géneros para su mujer, zapatos para él y sus hijos, pequeñas sumas de dinero. Se le explicaba que él conservaría sus terrenos, que podría seguir dedicado a sus siembras como siempre, que la compañía, en realidad, lo llevaría sólo a pasearlo y obsequiarlo, en cambio de un poder para contratar simples exploraciones. Si los halagos eran insuficientes, o si la empresa rival apretaba, se cometía el secuestro.

De todas maneras, el transporte, voluntario o involuntario, de un indígena a Tampico o Tuxpan constituía una peligrosa odisea. Había que pasar muchas veces por campos o caminos propiedad del adversario, corriendo siempre el riesgo de perder la presa en un asalto. ¿Cuántos atracos hubieron de sufrir los desgraciados nativos, sin que nadie saliera a su defensa?

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