Cuentos de criadas

/ Denise Dresser /

Ser mujer implica que, en cualquier momento, en cualquier país, alguien más puede decidir sobre tu propio cuerpo. Ser mujer significa que otros -jueces, sacerdotes, esposos, hombres- todavía puedan decidir tu destino. Ser mujer entraña todavía tener que pelear por el derecho a serlo plenamente, porque te lo pueden arrebatar como acaba de ocurrir en Estados Unidos. Otra vez, lejos del aborto legal y seguro. De nuevo, lejos de la salud reproductiva y la información necesaria para asegurarla. Como en el pasado, lejos de la no discriminación y la autonomía. Derechos consagrados, ahora sacrificados. Derechos reconocidos, ahora pisoteados por una Corte conservadora, cuyos miembros mintieron cuando aseguraron que Roe v. Wade era “la ley del país”, y un precedente resuelto. Seis personas abusaron de su poder para quitárselo a la mitad de la población.

¿Cómo ser mujer y no defender los derechos reproductivos? ¿Cómo vivir en un país donde no están asegurados? En un retroceso histórico, una Corte radical revive la guerra en torno al aborto y los efectos de su criminalización, sobre mujeres pobres, mujeres marginadas, mujeres que en vez de visitar a un doctor recurrirán a un gancho de ropa. Ellas, expuestas a abortos insalubres, a métodos inseguros, a agujas de tejer, a sábanas roídas, a médicos apócrifos. Y mientras tanto los señores hipócritas -como Donald Trump y sus acólitos- seguirán cabildeando. Las “buenas conciencias” seguirán presionando, en estado tras estado. Una elección individual y privada, ahora será criminalizada y castigada. Una opción dolorosa, cuyas consecuencias las padece cualquier mujer que la haya tomado, ahora estará sujeta a la sanción de los gobiernos estatales. Gobiernos que defienden la libertad de portar armas, pero no la libertad de tener (o no) un embarazo. Los Estados Desunidos de América, divididos por los sitios donde impera la moral y la religión, en lugar de la ciencia y la razón.

Esta regresión es producto de una embestida teológica del Partido Republicano contra el liberalismo laico del Partido Demócrata. Pero hay una razón más profunda, y más perversa. Cada vez que las mujeres se empoderan, suele venir una resaca en su contra, un poderoso contragolpe a sus derechos. Al intento de independencia le sigue el macanazo; al empoderamiento sobreviene el encarcelamiento. Somos víctimas reiteradas de esfuerzos para retractar las victorias ganadas y los avances logrados. La resaca reaccionaria y religiosa no se da porque las mujeres hayan obtenido el pleno respeto a sus derechos, sino porque insisten en esa posibilidad. Detrás de cada ley restrictiva, de cada condena impuesta, de cada derecho cercenado, de la decisión de la Suprema Corte estadounidense hay un ánimo concertado para regresar a las mujeres a un lugar “aceptable” -ya sea la cocina o la cama o la retaguardia de la historia.

Quienes aborrecen el laicismo y la separación Estado-Iglesia claman por los fetos “asesinados”, pero su rabia real proviene de otro lugar. De la dislocación social y económica que sufren cuando las mujeres comienzan a independizarse, a ganar control de sus espacios, de sus decisiones, de su maternidad, y de sus vidas. Del poder que desata en una mujer la opción de terminar con un embarazo no deseado, de forma legal y segura. De la revolución que ha traído consigo la despenalización. Frenar el aborto se vuelve una forma de sujetar a las mujeres que aspiran a la equidad. Impedir el derecho a decidir se vuelve una manera de impedir el derecho a ser.

Y para poder ser, para poder educarse, para poder aspirar a más, una mujer necesita determinar si y cuándo quiere tener hijos. Los ávidos de arrancarle esa capacidad quieren colocarla en un lugar tradicional para que los políticos, y los jueces, y los curas, y los machos, y los supremacistas blancos puedan dormir tranquilos. Para que puedan imponer la manera “correcta” de ser mujer, y tener hijos en cualquier circunstancia -incluyendo la violación o el incesto- forma parte de esa definición. Una mujer “buena” es modesta, casta, devota, sumisa, maternal, como quienes son obligadas a serlo en El cuento de la criada de Margaret Atwood. Pero Atwood escribió una novela situada en Gilead, donde los órganos reproductivos de una mujer no le pertenecen a las mujeres; le pertenecen al Estado. Y jamás pensó que su texto distópico terminaría siendo profético.

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