De virus y bacterias

Quizá nunca una bacteria estuvo tan cerca de mandar a la humanidad a retiro como la Yersinia pestis en el siglo VI.

Isabel Turrent

En la lucha desigual entre los seres humanos y las bacterias y virus, que nos llevan miles de millones de años de ventaja evolutiva, las epidemias han marcado la historia desde siempre. La Biblia es un verdadero catálogo de enfermedades. Desde la plaga de Ashdod, hasta las diez que le cayeron encima al Faraón que se negaba a dejar salir a los judíos de Egipto; la que diezmó a los atenienses y cobró la vida de Pericles y la que atacó al Ejército cartaginés en 396 d. C. La lista es interminable: siglos después la viruela y el sarampión matarían a millones de indios en lo que es ahora México después de la Conquista española.

Pero probablemente nunca una bacteria estuvo tan cerca de mandar a la humanidad a retiro como la Yersinia pestis que infectó por oleadas a toda Europa y mató en el siglo VI d. C. a la mitad de la población que vivía en lo que había sido el Imperio romano. Hace años, después de leer el libro Justinian’s Flea de William Rosen, publiqué un artículo que se llamaba así, “La pulga de Justiniano”, sobre la peste bubónica que desató la Yersinia pestis, primero en Constantinopla, antes de seguir su camino hacia el este y occidente del Imperio bizantino. Todavía me conmueve la imagen de Justiniano, que contrajo la enfermedad y sobrevivió, viendo desde su palacio las caravanas de muertos para los que no había cabida, meses después del estallido de la peste bubónica, en ningún cementerio o baldío alrededor de la gran ciudad. El gran estadista, legislador y constructor no podía saber que la causante de la plaga que mató en dos años a 4 de sus 26 millones de súbditos, y contribuiría a cambiar la historia de toda Europa, era una bacteria mutante que había encontrado un vehículo ideal para propagarse en un tipo de pulgas que parasitaban a las ratas. Un vector perfecto para expandirse, porque miles de ratas viajaban en los cientos de barcos que transportaban habitualmente granos desde Egipto.

Los muchos médicos que vivían en Constantinopla tampoco tenían mayores recursos. Recetaban baños helados, emplastos de cosas que habían sido bendecidas por santos (bendiciones o eulogia) que no eran más que polvos que supuestamente habían sido tocados por un ermitaño. Amuletos mágicos y anillos o, en el colmo de la sofisticación, purgantes y opio.

En 2007 terminé la lectura con alivio. Aquellos hombres y mujeres del siglo VI no tenían lo único que podría haberlos ayudado: antibióticos. Nosotros sí. Hoy, en medio de la crisis del coronavirus, con tantos que niegan la gravedad de la situación o blanden de nuevo amuletitos como remedio, lo releo con otros ojos. Y es que perdido en las entretelas de mi memoria, y seguramente de todos los que lo vivieron, estaba el recuerdo de un pánico de la misma pasta del que debieron haber sentido los bizantinos de Justiniano. A principios de los cincuenta todos estábamos vacunados contra la viruela, pero el virus de la poliomielitis atacaba anualmente dejando a su paso cientos de miles de muertos o incapacitados. Especialmente niños. El miedo era cotidiano: nosotros no jugábamos en la privada que separaba los edificios donde vivíamos, entramos a la escuela lo más tarde posible y alguna vez que un vecinito, al que recuerdo como si lo hubiera visto ayer, enfermó, emigramos por semanas a casa de mi abuelo. El pánico desapareció hasta 1955 cuando Jonas Salk, que debería tener un monumento en cada ciudad del mundo, descubrió la vacuna contra la polio.

Aun así, no nos libramos de pestes menores: muchos enfermamos de varicela, sarampión y paperas. Tal vez por eso, somos una generación que guarda en algún lugar del cerebro la cartilla de vacunación de cada uno de los nuestros. Aprendimos que con los virus y las bacterias no se juega. Son microorganismos que se adaptan y cambian su programa genético en cualquier circunstancia. Nada va a impedir que el Covid-19 haga lo mismo si no evitamos el contagio.

Los anti-vaxxers que pululan hoy en el ciberespacio posmoderno son unos cretinos y los políticos, que pueden hacer la diferencia y padecen demencia selectiva, son unos irresponsables deplorables. Quédate en tu casa.

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