* Pese a que el movimiento no existía. Rivas mercado siempre abogó por la independencia de ellas.
Se llamaba María Antonieta Valeria Rivas Mercado Castellanos (Ciudad de México, 28 de abril de 1900-París, Francia, 11 de febrero de 1931), una mujer que al decir de José Vasoncelos, “le puso condiciones al destino” (El Proconsulado).
Actriz, mecenas, escritora, promotora cultural, defensora de los derechos de la mujer y activista política, Antonieta Rivas Mercado es un icono en la cultura universal del siglo XX. Hija de Matilde Castellanos Haaf y del célebre arquitecto, Antonio Rivas Mercado, autor del Ángel de la Independencia, entre otros monumentos y edificios históricos del porfiriato.
Una mujer excepcional que hace más de ocho décadas decidió salir de este mundo, de una sociedad que la acosaba y no le permitía SER ni transformar los prejuicios, los lastres, las injusticias, la inequidad genérica, en un mundo más habitable para todos, para mujeres y hombres, para ricos y desheredados.
No sólo fue musa de poetas y pintores o la mecenas que patrocinó las actividades de grupos como el Teatro Ulises y Los Contemporáneos, sino fue la única mujer que formó parte de ellos y destacó como “una escritora con voz propia, pionera del relato político”, directora teatral, ensayista, cronista, traductora, actriz y profesora de artes escénicas de la entonces Universidad Nacional de México.
Más conocida como la hija del arquitecto, la amante del excandidato presidencial José Vasconcelos o la amiga del poeta Federico García Lorca, la dama que se suicidó de un balazo en la Catedral de Notre Dame de París “escribía a la primera, casi no corregía nada, ni se repetía, y abordó temas que ninguna mujer había tocado”.
De una inteligencia y suspicacia precoces, pasó su infancia al lado de sus padres y sus hermanas Alicia, Amelia y su hermano Mario. Recibió una educación sólida a través de institutrices y los viajes que efectuó desde temprana edad a Europa en compañía de su padre, el único hombre de quien recibió un amor y un apoyo incondicionales. A los 18 años se casó con Albert Blair, con quien tuvo un hijo, Donald Antonio. En 1923 se separa de su esposo, para darle cabida a sus inquietudes intelectuales y artísticas.
La intensa vida de Antonieta, su hija, con sus amor fallido hacia el pintor Antonio Rodríguez Lozano que la llevó a suicidarse en 1931 en la Catedral de Notre Dame, ha distraído la atención hacia su trabajo que sin duda es de las más importantes del país
Heredera de la vasta fortuna paterna —don Antonio fallece en enero de 1927—, Antonieta, con el deseo de modernizar el quehacer teatral en México, patrocinó el Teatro de Ulises (1927-1928), grupo integrado por Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Agustín Lazo, Roberto Montenegro, Manuel Rodríguez Lozano, Lupe Medina de Ortega, Clementina Otero… Representaron obras de Lord Dunsany, Claude Roger-Marx, Eugene O’Neil, Charles Vildrac y Jean Cocteau. Además, se crearon las ediciones de Ulises, siempre bajo su patrocinio, y se publicaron tres libros: Novela como nube de Gilberto Owen, Los hombres que dispersó la danza de Andrés Henestrosa y Dama de corazones de Xavier
Villaurrutia.
Ese mismo año de 1928, gracias al impulso de Antonieta, se organiza un patronato para la creación de la Orquesta Sinfónica Mexicana, bajo la dirección de Carlos Chávez.
En marzo de 1929, conoce a José Vasconcelos y su vida da un vuelco definitivo. Se lanza a la campaña de Vasconcelos por la presidencia de la República, y establece una relación sentimental con el político. Su biógrafa, Kathryn Blair, casada con el hijo de Antonieta, me comentó:
Cuando se entrega a la campaña presidencial de José Vasconcelos, la inquietud de Antonieta, esa actividad diaria que la empuja al límite, que la impulsa a dirigirse al cambio y renovación de México, culmina en un nuevo giro: la política. Rodríguez Lozano le suplicó que no dejara sus proyectos culturales, le dijo que la política no era para ella. Pero ya había tragado el anzuelo: la promesa de Vasconcelos de conceder el voto a la mujer. Antonieta tomó su compromiso como promotora del voto femenino con toda su energía. Mi marido se acuerda que el sótano de la casa de la calle de Monterrey se convirtió en taller de trabajo donde se escribían cartas, se dibujaban pósters y demás. Antonieta conocía la historia de las sufragistas inglesas y americanas y sabía que la agresividad no iba con el carácter latino. La heroína de las sufragistas sajonas era la reina Isabel. Para las mexicanas era la Virgen María con el Niño en los brazos. La meta de Antonieta era despertar el deseo de votar en la mujer, hacerla sentir que era su derecho. En el ensayo, La mujer mexicana, escribe: “Es preciso, sobre todo para las mujeres mexicanas, ampliar su horizonte, que se la eduque e instruya, que cultive su mente y aprenda a pensar”. (…) [Antonieta] admiraba [a Vasconcelos] y compartía su sueño de un México educado, con una educación que comenzara desde abajo, ofreciendo la oportunidad a los talentosos de llegar a niveles mundiales. Escribe en la crónica de la campaña: “El pueblo había despertado ya de su largo letargo. El mexicano volvía a sentir el orgullo de ser capaz de reconquistar el destino (…)”. Creyó que Vasconcelos iba a ganar. Dio todo: su amor, su talento, su apoyo, su dinero.
Hacia agosto de 1929, Antonieta sufre una crisis nerviosa causada por el exceso de trabajo, y los médicos le aconsejan separarse de sus actividades. Se marcha a Nueva York, donde lentamente se recupera y sigue trabajando como promotora cultural. Ante el fracaso de la campaña vasconcelista, es decir, cuando Plutarco Elías Calles le roba las elecciones a Vasconcelos, Antonieta se indigna; sabe que se trata de un fraude electoral. Los conflictos no resueltos con su esposo, Albert Blair, la obligan a regresar a México en marzo de 1930, ya que había perdido en un juicio la patria potestad de su hijo. Sin otra salida, decide secuestrar a Toñito —como ella lo llamaba— en julio de ese mismo año, y con él huye a Burdeos, Francia, sitio donde se refugia y escribe uno de los textos más reveladores sobre el sistema político mexicano, La campaña de Vasconcelos.
El 8 de febrero de 1931 se traslada a París, donde se reúne con Vasconcelos, para fundar la revista Antorcha. Agobiada por las leyes mexicanas que la persiguen para arrebatarle a su hijo, la falta de dinero y, sobre todo, la falta de apoyo de José Vasconcelos —a quien le había patrocinado su campaña, y con quien había compartido el sueño de un México democrático, educado y culto—, Antonieta se suicidó el 11 de febrero de 1931, de un tiro en el corazón, en Notre Dame. Antonieta prefirió partir de este mundo al que ella intentó modificar con su labor artística y con su activismo político, que ensuciarse las manos. Así les refutó a los traidores, la valiente Antonieta: “‘¡Tan chulo nuestro México!’. ‘¡Tan puerco, les dije, tan puerco como todos los que ven con indiferencia aquella situación! ¿Qué no les da asco? ¿Qué ya se acabaron los hombres? Por mi parte a mí me da náuseas pensar que he de volver a mirar las caras de todos aquellos rufianes sin ponerles el puño en el rostro…!’”.
Para Miguel Capistrán:
No obstante que la figura de Antonieta destacó más allá del papel de mecenas con el cual hasta la fecha se la sigue encasillando y debido al cual se hace caso omiso que —recuerda Novo— “amaba la pintura y patrocinó el trabajo de algunos pintores jóvenes”, debe resaltarse el hecho significativo, rotundo, de que también fue traductora, escritora, actriz, políglota, sedienta de conocimientos por lo cual se hallaba en constante proceso de aprendizaje de las más diversas disciplinas, ya que aún se le regatea el pleno reconocimiento al que, sin discusión, es acreedora.
La misma sed de conocimiento, la misma necesidad urgente de educar a la mujer, el mismo deseo de justicia de Sor Juana Inés de la Cruz, impregnaron y le dieron vida al espíritu de Antonieta Rivas Mercado. En el siglo pasado, gracias a Antonieta, volvimos a sentir el espíritu grandioso de la Décima Musa. La vida y obra de Antonieta mantienen viva a Sor Juana entre nosotros.
Algunos pasajes célebres en las obras de Antonieta Rivas Mercado:
“(…) En general, se conceptúa a la mujer en México buena. De los hombres se dice, con una sonrisa benigna, que son una calamidad. Pero de la mujer, que es buena, muy buena. Extraño concepto de la virtud femenina que consiste en un “no hacer”. Podría indicarse que para no hacer es preciso ser de alguna manera. Cabe la duda de que dicha virtud sea un fruto del temor, más que un producto espontáneo. Porque salta a la vista que la pasividad femenina sirve de socio a la licencia masculina. Las mujeres mexicanas en su relación con los hombres son esclavas. Casi siempre consideradas como cosa y, lo que es peor, aceptando ellas serlo. Sin vida propia, dependiendo del hombre, le siguen en la vida, no como compañeras, sino sujetas a su voluntad y vendidas a su capricho. Incapaces de erigirse en entidades conscientes, toleran cuanto del hombre venga. El resultado es que éste no estima ni respeta a la mujer y que ella se conforma, refugiándose en lo que han llamado su bondad. Pero ya es tiempo de decirles que se trata de un poco de éter o cloroformo sentimental que el hombre les ha estado dando. Si la bondad de la mujer no hubiera sido una ilusión piadosa, se reflejaría en sus hijos, en sus maridos, en todos aquellos hombres accesibles a su influencia. (…)”. (La mujer mexicana, 1928).
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“El año de 1928 había comenzado. En la límpida meseta mexicana, cuya transparencia ha cantado el poeta, el eco de los acontecimientos políticos se apagaba en la insensibilidad, negligencia y desencanto a la vez de la gran mayoría. Tanto intento de revolución frustrada, tanto seudo-revolucionario entronizado había hecho perder el hilo de la esperanza; la confusión reinaba, traduciéndose en la decepción de la gente de buena fe, en el recrudecimiento de hostilidad de los conservadores que sufrían persecución, en la docilidad ejemplar de los radicales satisfechos del gobierno “callista” que estaba adoptando las medidas necesarias para instalar una dictadura pretoriana.
Plutarco Elías Calles había surgido en el horizonte político como un oscuro protegido de Obregón, núcleo hermético. En 1920 caía el presidente Venustiano Carranza, culpable, como otras tantas primeras figuras de la revolución de 1910, de haberla traicionado, desvirtuándola. Álvaro Obregón, el caudillo triunfante, nombró a Adolfo de la Huerta jefe del gobierno provisional, mientras que él asumía el mando un medio año después. Un cuatrienio más tarde, en el momento de abandonar el poder, imponía el vencedor de Pancho Villa como sucesor inmediato a Calles, su ministro de Gobernación.
En 1928, el presidente impuesto a la República Mexicana estaba por terminar su periodo. El balance general de su gestión era, a grandes rasgos, el siguiente: dos asonadas militares ahogadas en sangre y una rebelión persistente, la católica, que desgarraba y anemiaba al país. Fruto de la aplicación de leyes arbitrarias, la persecución sistemática a los católicos, provocada por una reglamentación absurda, había lanzado al despeñadero de la revuelta a millares de mexicanos en defensa de la libertad de creencias. La nación atormentada, empobrecida, estaba dispuesta a aceptar, a cambio de su tranquilidad, el yugo que fuera menester”. (La campaña de Vasconcelos, 1930).
Fuente Excélsior