/ Jorge Suárez-Vélez /
Sería un error pensar que la garrafal destrucción que México sufre es atribuible a un solo hombre. Hay, cuando menos, tres tipos de colaboradores. Primero, están quienes lo son involuntariamente, quienes creen en el “proyecto” por una mezcla de inocencia, ignorancia o idealismo. Ese es el caso de funcionarios como Rocío Nahle, quien ha despedazado el sector energético por su incapacidad y extrema incompetencia, más que por mala fe. También está el de otros como Bartlett. Es difícil saber si su complicidad se debe a su rancia ideología o a su monumental mezquindad. Quizá se deba a ambas.
La segunda categoría es, por definición, la más inexcusable. Ahí están quienes entienden bien el daño que hacen. Tal es el caso del ministro Arturo Zaldívar, quien presidiendo la Suprema Corte de Justicia olvidó ser el contrapeso que México exigía. Al ahogarse en un marasmo de ego y aquiescencia quedará reducido a una nota de pie de página en un ruin capítulo de nuestra historia. Qué decir de Hugo López-Gatell. Es imposible que quien fuera jefe de Residentes en el prestigioso Instituto Nacional de Nutrición e hiciera estudios de postgrado en Johns Hopkins, una de las mejores escuelas de Salud Pública del mundo, no entendiera que ponía en riesgo la vida de millones de mexicanos al avalar la importación de vacunas “patito”, al hablar contra el uso de cubrebocas en plena pandemia o cuando dijo que el Presidente era inmune al Covid por su “superioridad moral”. No lo fue. Él sólo merece el calificativo de asesino y debe estar tras las rejas. Ojalá algún día lo esté. Cabe señalar que otros mantuvieron la dignidad, rehusándose a ser comparsas de la farsa, como Carlos Urzúa, quien duró poco en la Secretaría de Hacienda y volvió a un papel recatado en la academia.
Pero nosotros ocupamos la tercera, y más destructiva, categoría de complicidad. Nuestro silencio es el colaborador más pernicioso. En nuestras narices se pretende demoler un sistema democrático que regresaría los procesos electorales a las manos de gobiernos que se perpetuarían en el poder sin nuestra venia. Si quienes apoyan a Morena entendieran el peligro que enfrentamos, lo objetarían. Hoy tienen en el timón a un mandatario con el que simpatizan, pero pronto podría estar ahí alguien que rechacen y habrán permitido que se dinamitara el puente que los llevó al poder, dejándolos sin alternativa de retorno.
El Plan B ha sido aprobado en el Legislativo y sólo la Suprema Corte puede detenerlo. Ésta, afortunadamente, es presidida por una mujer que, hasta ahora, ha demostrado su verticalidad, la ministra Norma Lucía Piña. El ministro Alberto Pérez Dayán ya puso el ejemplo al “congelar” la primera fase del plan. No me cabe duda de que otros ministros se pondrán del lado correcto de la historia. Pero nos toca a nosotros hacer acto de presencia el domingo en el Zócalo para recordarles que no están solos, para mostrarles cuánto nos importa la democracia, cuánto queremos que nuestro voto cuente.
Nuestro cómplice silencio ha normalizado demasiado. Hemos sido mudas comparsas de una destrucción imperdonable. Hemos normalizado las mentiras del Presidente, los asesinatos, la creciente influencia de organizaciones criminales -incluyendo su peso electoral-, la militarización y corrupción de nuestras Fuerzas Armadas que será difícilmente reversible, la devastación del medio ambiente, el uso faccioso de la prisión preventiva, la censura, la devaluación de México en el exterior, la degradación de la salud pública y de un sistema educativo que les ha robado su futuro a millones de niños y jóvenes, el abandono de la ciencia y de la investigación, el abuso de asignaciones directas en la obra pública, la extrema opacidad en el gasto, el despilfarro de nuestros recursos en obras absurdas que se volverán carísimos elefantes blancos y un largo etcétera. Si permitimos que La Democracia se sume a la lista de víctimas de este gobierno, todo está perdido. La Democracia no garantiza que lleguen los mejores, pero sí permite que se vayan los malos.
Alcemos la voz este domingo.
@jorgesuarezv