Democracia e información .

/ María Elizabeth de los Ríos Uriarte /

Platón en su República advirtió que la democracia era la peor forma de gobierno pues, aunque la voluntad de la mayoría sobrepase abrumadoramente, sigue siendo una voluntad inexperta que sacrifica el conocimiento por el convencimiento.

Para Platón, la voluntad de muchos deviene la voluntad de uno solo y por eso se corrompe al gobierno de su fin último, que debiera ser la búsqueda y consecución del bien común. Cuando esto sucede, dice el filósofo, la democracia se convierte en tiranía.

Por el contrario, la aristocracia es la mejor forma de gobierno, pues encarna la unión del conocimiento con la experiencia, aunque no está exenta de peligros como su deriva casi insalvable hacia la búsqueda de la riqueza provocada por el privilegio de clase a la que pertenecen y el asunto inconcluso de quién designará a los “mejores” y con base en qué criterios.

El deseo de un buen gobierno pareciera entonces estar muy lejos de ser una realidad, los sistemas políticos se vuelven utopías más rápido que lo que nos tardamos en siquiera pronunciarlos y unos cuantos los absorben y se encargan de difundirlos a modo de ideologías manipulando el lenguaje y despertando fanatismos.

Sin embargo, diría Churchill, “la democracia es la peor forma de gobierno a excepción de todas las demás que se han inventado” y es que, mientras no pensemos en nuevos modelos, la democracia asegura, al menos, una participación constante de los ciudadanos en la vida pública. Si esto es algo bueno y deseable, entonces el problema no está en el fin que persigue la democracia en sí misma, que es ese bien común buscado y anhelado por todos, sino más bien en el tipo y nivel de participación de cada uno.

Atendiendo a la etimología de la palabra “democracia” como “demos”, que significa “pueblo”, y “cratos”, que significa “poder”, el meollo a discutir estaría en el tipo de “pueblo” que tiene el poder. Más allá de las aplicaciones difusas y a menudo banales de la palabra “pueblo”, una primera premisa que lo debería hacer partícipe de la vida pública como agente de decisiones es su formación y su información. Un conjunto de ciudadanos que carecen de conocimiento se vuelve más riesgoso que benéfico en tanto que basarán sus juicios en percepciones sensacionalistas más que en elementos de juicio objetivo que describan la realidad y la juzguen críticamente.

En cambio, ese mismo conjunto, bien informado y con bases sólidas de estudio, análisis, criticidad y reflexión ética lo faculta para tomar decisiones acertadas y prudentes.

Por esto, para que una democracia funcione, dada su peligrosidad de ser cooptada por un solo individuo, se requiere un “pueblo” que no actúe ciega y fervorosamente, que no abandere la lealtad por encima de la racionalidad, que no juegue a ser juez y parte, sino que, por el contrario, sea capaz de advertir de los vicios del poder, equilibrar fuerzas, buscar la verdad por encima de la conveniencia, ver más allá del momento presente, anteponer el bien común a la satisfacción de los deseos individuales. En resumen, se requiere un pueblo que sea valiente para denunciar y casi de carácter profético para anunciar alternativas de construcción social y de integración del país.

Defender la democracia debe entonces, necesariamente, ir de la mano de la defensa de la información y del develamiento de los hechos, del análisis riguroso de la realidad que se vive y no la que se dejó de vivir o se quiere empezar a vivir. Es defender el lugar en que nos encontramos para poder dibujar rutas de acción posibles. La democracia no es nada sin información y sin verdad, por ende, sólo será una buena opción cuando vaya acompañada de un pueblo informado capaz de entender los problemas complejos de la vida pública y de proponer alternativas que no descansen sobre la oposición sino sobre la participación comunitaria.

La autora es profesora e investigadora de la Facultad de Bioética, Universidad Anáhuac México.

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