** Denise Dresser .
Noches de fuego en Kyiv, Ucrania. Noches de sueño interrumpido por el sonido de las alarmas avisando que tienes quince minutos para encontrar un refugio bajo tierra, y protegerte de un misil enviado desde Rusia. Noches de dormir y despertar, escuchar y correr, entender la diferencia entre el sonido de un dron iraní y lo que hace el sistema de defensa antiaéreo ucraniano para destruirlo. Ayer fue la noche con el mayor número de ataques aéreos -57 en total- desde que comenzó la guerra hace un año. Así la vida en la capital de un país en guerra. La brutalidad normalizada. El compás de espera entre un ataque y otro, el desfase entre la algarabía del día y la ansiedad después del toque de queda a medianoche.
Nada te prepara para lo que verás y sentirás y escucharás aquí. Nada de lo que has leído o estudiado o debatido te confrontará como el encuentro con el país y su gente. La dificultad para llegar, las dieciséis horas en tren desde Varsovia, las instrucciones que te darán: duerme con la ropa puesta, asegúrate que cuando suene la sirena, sigas la regla de dos paredes entre ti y la calle, porque si cae alguna bomba o pega algún misil, tus probabilidades de sobrevivir son mayores. Si viajas a Kharkiv, corre más de prisa al refugio antibombas, porque ahí llegan de Rusia con mayor rapidez. Dondequiera que vayas, no te pares cerca de las ventanas. Mantén el teléfono siempre en la mano, porque la aplicación de Telegram creada por el gobierno te avisará cada vez que se avecine un ataque. No camines en el pasto, porque ahí puede haber minas escondidas.
Lecciones prácticas y tétricas a la vez. Lecciones aprendidas a golpes de dolor, porque casi cada persona que conocerás habrá perdido a alguien en la guerra o tendrá un hermano o un padre o un hijo en “el frente”, donde se están librando batallas cruentas y existenciales. A pesar de todo ello, aquí siguen los que se quedaron a pelear, los que te dicen “elegí permanecer para no quedarme sin patria”. Ese pedazo de patria que se alcanza a proteger en Kyiv, porque la ciudad ha resistido, mes tras mes. Aquí están sus avenidas anchas, sus edificios majestuosos, sus cafés repletos. La vida terca que se cuela entre el paréntesis de la oscuridad nocturna. En edificios anónimos y resguardados, Zelensky te dice que la guerra en Ucrania trasciende a Ucrania. Que en este conflicto, al mundo le toca elegir entre la libertad y el miedo. Entre la justicia y la injusticia. Entre el humanismo y la deshumanización.
Te lo dice una mujer de ojos tristes, sobreviviente de la ocupación rusa de Kherson, encarcelada por rehusarse a borrar la historia y la lengua ucraniana del currículum escolar, bajo la consigna del invasor: “Olvida que Ucrania existió. Rusia llegó para quedarse”. Te lo explica la traductora jovensísima que salió huyendo del Donbás cuando uno de los primeros misiles de la invasión rusa cayó en su calle. Te lo repite el líder militar de uniforme prístino, encargado de librar una guerra de David contra Goliat, con resorteras prestadas e improvisadas, drones importados y reconstruidos, armas insuficientes pero estrategas resilientes. Te lo reitera cada persona que conocerás, quizás para creerlo ellas mismas: el mundo nos ayudará, Europa no nos dejará solos, el mal vence al bien, Crimea será liberada, Putin será juzgado por crímenes de guerra, regresaré a casa algún día, mi casa con las ventanas tapiadas sigue ahí, queremos seguir siendo ucranianos, queremos formar parte de Europa.
Entre los activistas y los periodistas y los jóvenes propulsados a posiciones insólitas de liderazgo, se percibe una mística compartida, un espíritu de cuerpo capaz de trascender diferencias que palidecen ante el hogar invadido, la soberanía sometida. Está presente en cada palabra de la Subsecretaria de Infraestructura. Tiene 32 años y un hijo pequeño. Se describe a sí misma como miembro de la generación del EuroMaidan; quienes lucharon en las calles para sacar al títere ruso de la Presidencia en 2014. Hoy trabaja 18 horas al día contando armas, trasladándolas a lo largo del país. Sabe la diferencia entre un misil Javelin y un Stinger. Jamás imaginó que su vida sería así, pero me explica por qué. Apasionadamente. “Si huyo, si me voy, el mal se queda. Por las noches padecemos el terror, pero en las mañanas todos nos miramos a los ojos y decidimos defender nuestro país. Y reconstruirlo mejor”.