*
/Juan José Rodríguez Prats/
Palabras que circulan libremente, palabras clandestinas, rebeldes, palabras que no van vestidas de uniformes de gala, desprovistas de su sello oficial
Kapuściński
La legitimidad, que la interpretamos como consenso ciudadano en apoyo a un gobierno, se obtiene por el voto y por la eficiencia, y la eficacia en el desempeño del cargo. El poder público es despreciable cuando no se ejerce o se ejerce arbitrariamente.
El despotismo es malo, la anarquía es peor. Los pueblos sienten alivio al percibir que hay mando, que ha concluido la incertidumbre y el conflicto. El modo de evitar caer en esos extremos es el Estado de derecho, único antídoto para evitar las ausencias y los excesos de quienes son autoridad.
El mexicano relaciona las dictaduras con dos periodos de nuestra historia: El Porfiriato (35 años) que concluyo con la renuncia de su titular, y el sistema político que engendró la Revolución en 1917 (83 años) que termino con el presidencialismo exacerbado y el partido hegemónico. Era un compromiso para darle legitimidad, consecuencia de una transición que con muchos tropiezos se fue consolidando. En ese nuevo esquema hemos tenido cinco gobiernos, me concentro en los dos últimos, autodenominados presuntuosamente de la cuarta transformación.
Sin necesidad de mucho análisis, se perciben dos rasgos: ineptitud y falta de operación política, entre otras fallas. Quienes fueron designados o elegidos para otorgar servicios públicos eficientes, ni por asomo, han sido los idóneos. Si uno compara, en todas las áreas, los dos periodos mencionados como dictaduras con los recientes, el ejercicio es tremendamente desfavorable para los últimos. Ni remotamente se acercan al perfil requerido. Se podrán anotar muchas deficiencias en el gobierno del caudillo oaxaqueño y en la denominada dictadura perfecta, pero hubo trabajo profesional. De otra manera no se explica su larga permanencia.
Focalizo mis reflexiones en las declaraciones emitidas por nuestro nuestra titular del Poder Ejecutivo federal ante la designación del papa León XIV (una bocanada de oxígeno para la aporreada humanidad): “Ratifico nuestra convergencia humanista, a favor de la paz y prosperidad del mundo”.
El atributo esencial que identifica a un humanista es su trato y su cultura. La amabilidad, el respeto, la compasión con el prójimo , son sus virtudes esenciales. Son características de los grandes pensadores, griegos, romanos y renacentistas. Sinceramente no las he encontrado, por lo menos hasta ahora, en nuestra gobernante y mucho menos en su antecesor. Si ellos son humanistas, yo soy astronauta.
Un humanista sabe lo que quiere, y quiere lo que sabe. En nuestra situación, hay un ambiente de desconfianza, incertidumbre, y en buena parte del país, miedo. La pregunta que nos hacemos es a qué hora se va a sacudir nuestra clase política la oprobiosa dependencia de una influencia pervertida e ilegal. Quienes asumen responsabilidades en asuntos que todos nos atañen, deben estar conscientes de las consecuencias de sus decisiones. Si se confirma que estas pueden ser dañinas es imperativo ser responsables y suspenderlas. No puede ser contrapeso del compromiso ético el cuidado de la imagen pública. Darle prioridad a los niveles de popularidad frente al cumplimiento de los deberes, implica soberbia que es anti humanismo.
El siglo XXI ha acuñado una nueva agenda con retos y desafíos: El cambio climático, conflictos bélicos, las corrientes migratorias y la manera de tratarlas, una economía globalizada, la desigualdad y la pobreza, los mecanismos del comercio mundial, entre otros. Por lo tanto se exige una reconfiguración en el quehacer político y su vinculación con la ética y el derecho.
No he escuchado un solo argumento de peso en favor de la reforma al Poder Judicial. Empecinarse en ese monumental error, condenado dentro y fuera de nuestra nación, es un crimen de lesa patria. La anarquía es inminente. No verlo es inhumano.