Días amargos

**Otros angulis.

/ Raúl Cremoux/

Hoy vivimos días amargos. Hemos dejado de interesarnos en la grandeza del país, hemos pasado a las anécdotas y a los chismes. Ahí vivimos, encerrados en los caprichos superiores, recreamos los disparates. Hemos transitado del sustantivo al adjetivo. Algo definitivo marca esta época, vivimos cambios que no son necesariamente progreso; forman algo que se llama decadencia.

Nuestros días son de baratura. Todo es culpa del pasado. Perdemos un tiempo precioso en el mar de la nadería mientras vemos cómo se instala una enfermedad conocida como el autoritarismo. Decía Jean Paul Sartre que una dictadura no es sólo Stalin a la cabeza de un país; en cada legislador, en cada juez, en cada familia hay muchos Stalins. El sujeto ideal del reino totalitario es el hombre para quien la distinción entre lo verdadero y lo falso ya no existe; la división entre la realidad y la ficción se ha desvanecido para dar lugar al culto del supremo.

Nos hemos olvidado que el arte de argumentar es la regla de oro de la democracia. No analizar, sino denostar, injuriar, aspirar a la venganza es encontrarnos en los suburbios de la inteligencia y exponernos a presentarnos en la desnudez de la miseria.

Deberíamos saberlo: el despotismo se caracteriza por el capricho rodeado de un espíritu cortesano, adulador sin límites. El Senado nos acaba de mostrar que lleva una delantera sólo difícil de alcanzar por quienes vitorearon a Huerta en México y a Pinochet en Chile. Decir que un hombre, quien sea, encarna a la nación, la patria y el pueblo, es ubicarse en la categoría de la abyección donde el respeto por sí mismo desaparece.

Esto excluye una piedra angular, “nadie está sobre la ley”, pero cuando ésta es inaplicable para un solo hombre, ya el derecho no funciona. La norma jurídica pierde validez al quedar sin aplicación y puede ser desobedecida permanentemente. La regla queda sin efectividad y, en consecuencia, se instala el derecho del más fuerte. Esto lo hemos comprobado en los últimos días.

El sentido del interés general, que es lo propio de la República, se ha extraviado al igual que las garantías de la ciudadanía, que supone protección contra la inseguridad, la ignorancia y el abuso.

Esta página, este diario, pueden ser ignorados primero, y desaparecidos después, si no encajan en la idea de que el país está conformado por leales contra conservadores; por fieles o traidores.

La República, en teoría, significa una cadena de responsabilidades donde cada quien cumple en vivir de acuerdo con las normas establecidas hasta formar lo que bien pudiéramos llamar una construcción colectiva.

Si hoy en nuestro país domina la abyección y muestra resquebrajaduras en su identidad, estamos ante la presencia de que la razón no basta, ya que, como bien decía Sceller, se desvanece “el heroísmo de la vida cotidiana” para dar lugar a días amargos que pueden enrarecer y confundir la existencia colectiva. Y luego, ¿qué nos espera?

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