Prosa aprisa.
Arturo Reyes Isidoro.
Viernes Santo, el llamado Día Mayor para el mundo católico.
En estos días de quietud obligados por las circunstancias he reparado en aquellos tiempos del siglo pasado cuando las mujeres no podían entrar a los templos si no se cubrían la cabeza con una mantilla (estaban de moda entonces por ese motivo) o, de perdida, con un pañuelo blanco. Tampoco con pantalón y ni se pensaba que iba a llegar la minifalda, que cuando llegó tampoco era admitida.
Las misas se decían entonces en latín y el sacerdote oficiaba de frente al altar y de espalda a los feligreses. Recuerdo que de niño en Coatzacoalcos mi madre me llevaba a la iglesia de San José en este día y era tanta la gente (entonces solo existía una parroquia) que no cabía y los que podíamos entrar estábamos apretujados y con un calor sofocante (típico de allá), que yo terminaba por quedarme dormido, parado, porque además no entendía nada de latín, si acaso medio hablaba el español.
En aquella época a los sacerdotes las fieles mujeres besaban la mano, a los que se reverenciaba como si fueran el Dios mismo, que finalmente eran su representante (esa práctica del beso he visto que continúa en parte de la población de Mérida, donde hace algunos meses observé a un hombre besar la mano al arzobispo emérito Berlie Belaunzarán).
Por la referencia, como advertirás lector, soy un adulto más que mayor. Acaso ese no entendimiento de la misa me hizo no adquirir el interés y el hábito por la liturgia, por la asistencia a los oficios religiosos, a las misas, lo que aunado a que cuando supe en la secundaria el origen científico del universo me alejé la mayor parte de mi vida de la religión en la que fui bautizado.
Relativamente hace poco, veinte años, me reencontré con Dios, o él me buscó. Confieso que no soy de los que está en misa sino que busco los espacios cuando hay poca gente o no hay nadie para ir a orar y a dialogar con el Señor y que a cambio de mi entrega a la liturgia prefiero hacer el bien a todo el que puedo, ser solidario con el necesitado.
Dios me tentó (así dicen los católicos) en un momento de mi vida, dos veces estuve prácticamente desahuciado, y cuando por primera vez luego de tantos años regresé a un templo le pedí que me diera muestras de su poder, le recordé la fe y entrega de mi madre, me confesé apóstata y pedí un milagro: que recuperara mi salud.
Fue cuestión de días, de solo semanas para que empezara a recuperarme. Médicos amigos míos me habían dicho –prácticamente sentenciado– que yo ya nunca recobraría mi salud, que estaba muy mal. A los tres años, un día una especialista me pidió que la viera. Me había enviado a hacer estudios, análisis. Me los entregaba, me dijo que los pusiera en un cuadro, que se los presumiera a todos, que había logrado lo que pocos logran en su vida: recuperar mi salud, volver a la vida.
Creo en los milagros (no es el único que me ha hecho). Creo en Dios. Soy ahora un hombre de profunda fe. He regresado a la iglesia, a la religión (a mi manera). He leído bastantes libros de la Biblia (de la Reina-Valera –la versión 1960–, la que usan los evangélicos), en especial los evangelios, atesoro los salmos, el Libro de Job, el del Eclesiastés, disfruto El cantar de los cantares sin dejar de mencionar que he leído también los Evangelios apócrifos, que me gustan.
Inicialmente mi lectura era estética, literaria si se quiere, ahora también lo es religiosa. Cuánta sabiduría. Su influencia la encuentro de Amos Oz, en Coetzee, en Carrère, en muchos, pero sobre todo en William Faulkner, que a su vez influyó en García Márquez.
Tengo amigos sacerdotes católicos, tengo amigos y hasta familiares predicadores evangélicos. Ambos me invitan, me incitan a sus templos, a sus oficios religiosos. Comparto el pan y la sal con ellos. Los escucho, aprendo de ellos. Los respeto.
A Dios hoy le pido, le ruego todos los días por mis familiares enfermeras, químicas, que en diversos hospitales, tanto del IMSS como del sector salud estatal se enfrentan al riesgo, al peligro, a la muerte, atendiendo a los enfermos de Covid-19. Y por ellos, también al resto del personal de todos los centros hospitalarios, públicos y privados, que con mucha fe no dudan en cumplir con su deber.
Ruego por ellos porque el peligro es mayor del que pensamos. Ya escuchamos el miércoles cómo el gobierno federal ha maquillado las cifras para ocultar por un tiempo la realidad. Esa noche el ahora famoso Hugo López-Gatell Ramírez presentó un dizque nuevo método de medición de casos de coronavirus existentes en el país que reveló que no son 3,181 casos los que hay sino 26,519, una diferencia bárbara, y vaya usted a saber cuántos más están ocultando.
En el Estado no andan muy distantes cuando hablan de 81 casos de “neumonía atípica” (ajá) pero que casi nadie duda que son de Covid-19.
De todos modos el reporte hasta el miércoles no es nada tranquilizante: hay 481 “sospechosos” en 64 municipios, el mayor número de casos en Veracruz (151), Xalapa (63), Boca del Río (30), Córdoba (21), Orizaba (20), Poza Rica (18), Medellín (14) y Minatitlán (11), los principales (en total son 195 casos en la zona conurbada Veracruz-Boca del Río-Medellín). Del número total, 89 están hospitalizados. Las defunciones que han ocurrido son en Tlacotalpan, Emiliano Zapata y Poza Rica.
Oro por todo el personal médico del país debido a la serie de contagios masivos entre personal sanitario en menos de 24 horas en hospitales del IMSS en Cabo San Lucas (42), Tlalnepantla (19) y Cuernavaca (6), de ahí que sean muy válidas las protestas que se han dado en varias ciudades del Estado porque la institución no le da equipo de protección al personal.
Viene lo peor. Se habla de las próximas tres semanas. Nadie más nos va a cuidar mejor que nosotros mismos. Si no hacemos casos y nos exponemos pagaremos las consecuencias. Ninguna otra cosa nos va a salvar del riesgo. Ayudemos al personal de los hospitales y ayudémosnos. Bendecido fin de semana y feliz Sábado de Gloria.