Donde los animales votan, pero los cerdos mandan.

* Una rebelión que nos habla al oído del presente.

Erika Andrea Anaya Castro

“Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. -George Orwell.

La historia no siempre se cuenta con fechas, uniformes ni tratados. A veces, la verdad se disfraza de fábula. A veces, los cerdos caminan sobre dos patas y los caballos obedecen hasta el último aliento. En Rebelión en la Granja, George Orwell no nos entrega solo una sátira política: nos ofrece una radiografía del alma humana cuando el poder la corrompe, y del pueblo cuando decide no mirar. Esta no es una historia sobre animales. Es una advertencia disfrazada de cuento, una guía para no repetir el error de creer que las revoluciones terminan cuando se derroca al opresor. Porque, a menudo, el nuevo opresor se esconde entre los nuestros. Habla como nosotros. Jura justicia. Y luego escribe las reglas con tinta invisible.

Orwell construye una granja donde todos los animales, hartos del yugo humano, deciden levantarse. Claman por la libertad, sueñan con la igualdad. Pero esa misma esperanza se convierte en el instrumento de su esclavitud. Los cerdos, inicialmente líderes de la insurrección, se transforman en el poder que antes combatían. Cambian las consignas, borran la historia, moldean la verdad. Y así, el animal más sabio, el más fuerte, el más noble -Boxer, el caballo- muere explotado por la misma causa a la que entregó su vida. Su lealtad no fue recompensada: fue aprovechada. Su esfuerzo, no reconocido: fue traicionado.

¿No ocurre algo similar en la realidad mexicana, donde los trabajadores sostienen el país, pero rara vez escriben sus normas? El Instituto Mexicano del Seguro Social, creación nacida de una noble intención de proteger a quienes más lo necesitan, con frecuencia termina sirviendo a una estructura burocrática donde los poderosos deciden cómo, cuándo y cuánto recibirán los que aportan con su sudor. En teoría, el IMSS es una institución de justicia social; en la práctica, se convierte en una selva de trámites, negligencias y recortes presupuestales donde el derecho se convierte en privilegio y el trabajador en estadística.

La división de poderes, base del Estado moderno, busca que los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial se controlen mutuamente. Pero cuando el poder se concentra en las mismas manos, o cuando los jueces actúan como cerdos entre ovejas, la ley deja de ser balanza y se vuelve látigo. Las recientes votaciones de ministros, jueces y magistrados no siempre revelan una vocación por la justicia, sino lealtades políticas disfrazadas de técnica jurídica. Y en este teatro de solemnidades, el pueblo observa sin ver, escucha sin entender, vota sin saber a quién entrega su voz.

El filósofo Michel Foucault advertía que “donde hay poder, hay resistencia”. Pero para resistir, primero hay que despertar. Hay que recordar, como decía Sócrates, que “una vida sin examen no merece ser vivida”. Si no cuestionamos nuestras instituciones, nuestras leyes, nuestras rutinas, nos convertimos en los animales de la granja: obedientes, sumisos, anestesiados por la rutina. ¿Acaso no es eso lo que vemos cuando el trabajador acude al IMSS y espera horas por atención? ¿Cuándo se le niega una pensión digna mientras los altos funcionarios se retiran con jugosas prestaciones?

La rebeldía no consiste en la violencia, sino en la conciencia. La verdadera revolución es el pensamiento. Como afirmaba Kant, la ilustración es la salida del hombre de su auto culpable minoría de edad. Y esa minoría no es otra cosa que la ignorancia aceptada, el conformismo asumido, la voz silenciada. Rebelión en la Granja es, en ese sentido, una obra jurídica, una crítica a la perversión del derecho cuando este se aleja del bien común.

En México, donde la democracia se ejerce cada tres y seis años, y se olvida cada cuatro o siete, el ciudadano necesita recordar que la ley no es un regalo del poder, sino una construcción colectiva. Que el seguro social no es limosna, sino derecho. Que la justicia no se mendiga, se exige. Y que, como bien dijo Simone de Beauvoir, “el opresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los propios oprimidos”.

La granja de Orwell no es un cuento del pasado: es el espejo del presente. Y si no aprendemos a leer sus símbolos, repetiremos su tragedia. Porque cuando dejamos de pensar, otros piensan por nosotros. Cuando dejamos de vigilar, otros gobiernan en nuestra sombra. Cuando dejamos de soñar con justicia, solo queda sobrevivir bajo el yugo del más igual entre los iguales.

La ignorancia no es solo falta de conocimiento: es renuncia voluntaria a la dignidad. Y el gobierno, como el granjero o el cerdo bípedo, lo sabe bien: se aprovecha de ese silencio, de esa ceguera, de esa cómoda resignación que convierte al pueblo en ganado.

El consejo es claro: no basta con leer la ley, hay que entenderla. No basta con votar, hay que vigilar. No basta con vivir, hay que despertar. Porque el día en que todos los animales se nieguen a ser gobernados por cerdos, tal vez la granja vuelva a ser verdaderamente libre.