El abuelo .

* Mis proyecciones en el espejo .

/ Por Paula Roca /

Todos los domingos, como en muchas familias, se acostumbraba ir a misa y luego comer en casa de los abuelos. Mi abuela siempre elegía el menú, que casi siempre incluía platillos españoles. Nunca en mi vida he probado una paella más rica que la que se hacía en esa casa.

El abuelo era bondadoso y juguetón. Cuando hacía travesuras, solía guiñar un ojo: su manera cómplice de decir que todo era una broma.

Después de comer, los adultos se quedaban conversando largamente en ese gran comedor redondo, lujoso y hecho finamente de caoba. A los nietos, por órdenes de las tías, nos enviaban a la cocina, al otro extremo de la casa, con la nana Isabel, quien nos sentaba alrededor de un enorme televisor a esperar la siguiente película mexicana del canal 2.

Muchos podrán identificarse con esta escena, pero lo que hacía especial mi experiencia era la conexión única con mi abuelo. Mientras mis primos jugaban o miraban la televisión, yo esperaba el crujir de los escalones para escaparme y seguir sus pasos. A veces no lo lograba, porque era su momento de siesta, su espacio sagrado.

Pero cuando subía triunfalmente, y él ya había terminado de descansar, se volteaba hacia las escaleras, me miraba, y con su gran mano me llamaba para sentarme a su lado.

Veíamos juntos sus programas mientras inhalaba el aroma de su coñac y lo acompañaba en silencio, observando cómo fumaba su puro.

El buen humor de mi abuelo era cálido, discreto. Sabía hacernos reír a carcajadas, aunque muchos no veían ese lado suyo, porque su semblante serio imponía respeto. Lo admiraban profundamente, y por eso también le temían un poco.

Mi abuelo fue, sin duda, un amor genuino. Estar con él me hacía sentir que el mundo no daba miedo, que en sus brazos todo estaba bien. Fue un hombre íntegro. A pesar de haber vivido la guerra en su país lejano, jamás hablaba del pasado. Sobrevivió al frío y a la crueldad de quienes fusilaban a miles durante el franquismo en España.

Las cartas que dejó revelaban a un hombre vulnerable, alguien que conocía esa soledad helada que se cuela en las noches, cuando los pensamientos traen recuerdos que duelen.
La guerra lo marcó, pero siempre agradeció a México por haberle dado familia y trabajo. Toda su vida fue impecable: justo, trabajador, noble.

Mi abuela se enamoró de él a primera vista. Rezaba con devoción en la Catedral de Cuernavaca, donde sus rodillas ofrecían plegarias para que San Antonio intercediera por su amor.

Cuando entro a esa iglesia y veo el piso frío y rasposo, no puedo evitar imaginarla en su peregrinar. Su fe fue escuchada. Finalmente, conquistó al mejor hombre del mundo. Su amor fue eterno.

Traigo hoy esta reflexión porque, aunque ya han pasado muchos años desde su partida, lo sigo extrañando en los momentos duros, cuando lo único que deseo es volver a ver su sonrisa. Esa sonrisa que cada domingo nos inyectaba vida.

“A la Buchi”, así me llamaba siempre. Esa palabra está grabada en mi corazón.

Cada vez que me alcanza el aroma de un puro o un trago de coñac, siento su presencia. El tiempo se detiene y lo veo, como antes, en su sillón, impecablemente vestido. La nostalgia me devuelve su imagen: elegante, caballeroso, firme y dulce a la vez. Un hombre como pocos, difícil de encontrar hoy.

Sus manos fuertes y amables sostenían una copa, y con su voz grave me cantaba canciones, me contaba historias de tiempos pasados, llenos de amores, luchas y victorias.
Cada palabra suya era un destello de sabiduría, de esa que solo tienen los que han vivido mucho y han amado más.

Vivió una guerra, y aun así, su sonrisa tenía el poder de calmar cualquier angustia. Su recuerdo es una melancolía serena que me acompaña y me cuida.

Su vida fue un ejemplo. Y ese ejemplo me guía aún hoy, a través de los valores y el sentido común que me heredó. Si pudieras volver a vivir, sé que estarías orgulloso. Y ante mis errores, encontrarías las palabras sabias para hacerme mejor persona.

Cómo te extraño…