DE FRENTE Y DE PERFIL.
RAMÓN ZURITA SAHAGÚN.
Justificarse, culpar a otros y negar su propia responsabilidad en las derrotas han sido desde siempre las excusas predilectas de los políticos mexicanos, cuando no señalan los fraudes como la causa directa de su fracaso.
Hace unos días José Antonio Meade, quien fuese candidato presidencial del PRI y sus aliados reflexionaba, haciendo una paradoja, que su participación la hizo conduciendo un Chevy, vehículo lento y con pequeña capacidad.
El símil de Meade viene al caso porque al inicio de la administración pasada, ese mismo vehículo podría ubicarse como un bien afinado Ferrari, veloz, hermoso, aunque de modelo pasado, pero con una fina maquinaria que podría engrasarse y continuar dando servicio por varios años más.
Sin embargo a esa maquinaria le habían dejado de dar servicio muchos años antes y aunque la carrocería seguía impecable, el motor tenía daños que le fueron advertidos, sin que nadie pusiese remedio o quisiera aplicarle siquiera un cambio de bujías.
Aquel vehículo de lujo que diera servicio durante varias décadas fue abandonado a su suerte, saqueándole sus partes y reemplazándolas por piezas inservibles que no encajaban con la maquinaria.
La advertencia que les fue hecha varios lustros antes no fue tomada en cuenta, aunque los fracasos electorales de 2000 y 2006, se consideraron como una lección aprendida que permitió al partido tricolor enmendar un poco el camino, reanudarlo y llevarlos al triunfo en 2012.
Con una nueva maquinaria, ese Ferrari construido sobre la base de un candidato atractivo, con una pareja similar que parecían proporcionarle la vitalidad que requería ese motor, montado sobre el viejo chasis, pronto mostró sus deficiencias.
Resultaron peores las modificaciones realizadas a la maquinaria, adicionada con simiente joven, cuya sabia provenía de la rapiña, el acaparamiento y el abuso que los identificó como una nueva corriente desconectada de los flujos que requería aceitar la nueva maquinaria.
Ese fue el vehículo que le entregaron a su candidato presidencial en 2017, cuando la alta burocracia del partido, representada por su líder moral, el entonces Presidente Enrique Peña Nieto y su principal asesor, Luis Videgaray Caso, decidieron que un personaje alejado de la militancia partidista, con poca presencia mediática y casi sin ningún atractivo, los representara en la contienda presidencial.
José Antonio Meade recibió elogios por la gran cargada, la que nunca advirtió que su nominación obedecía a qué partido y candidato eran uno mismo, es decir el partido repelido por la ciudadanía y el candidato no identificado por la ciudadanía, el uno para el otro.
Hundido en el rechazo popular que dos años antes había dado la espalda al partido hegemónico durante 70 años, el candidato Meade poco pudo hacer y contribuyó de gran manera para que el partido tricolor triunfará en solamente una veintena de distritos electorales de los 300 que hay en el país y en dos de la 64 senadurías que se reparten en las 32 entidades federativas.
El Chevy no fue la razón del fracaso, lo fueron diversas situaciones, incluidas las de un mal candidato unidas a la rapacidad, voracidad, abusos y mala imagen de quienes fueron sus principales apoyadores.
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