El derecho a la ciudad también es un derecho feminista.

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/ Escrito por Wendy Figueroa Morales */

Por décadas, el “derecho a la ciudad” ha sido discutido desde la planeación urbana, la movilidad o la vivienda, pero pocas veces se nombra lo que es evidente en la vida cotidiana: este derecho también es feminista, porque nuestras experiencias en el territorio están profundamente marcadas por el género, la clase, la raza y otras desigualdades estructurales y sistémicas.

La defensa feminista por el territorio cuestiona los megaproyectos inmobiliarios que desalojan a comunidades, principalmente mujeres para instalar zonas de “lujo” o turísticas. Porque sí, ser mujer y habitar una ciudad siendo mujer no es igual que habitarla siendo hombre. Las mujeres, sobre todo las más empobrecidas, racializadas o migrantes, enfrentan un riesgo mayor al despojo.

Las mujeres han tejido históricamente redes comunitarias que sostienen la vida en los barrios: en la organización vecinal, en la crianza colectiva, en los mercados. En esos entornos donde el acceso a la vivienda digna, la movilidad segura o los espacios públicos libres de violencia son lamentablemente privilegios y no derechos garantizados.

La gentrificación, el turismo masivo y los megaproyectos inmobiliarios no son procesos neutrales. Estos fenómenos son, promovidos y permitidos por los gobiernos y tienen impactos devastadores sobre las mujeres: expulsan a quienes habitan los territorios, rompen las redes de cuidado, arrebatan los espacios públicos y encarecen la vida. Quienes quedan fuera son, principalmente, mujeres que trabajan en el comercio informal, en labores de cuidado, en la economía popular, en actividades que sostienen la vida pero que son sistemáticamente invisibilizadas. Lo que se rompe entonces, no es solo el acceso a la vivienda, se rompen vínculos, memorias y formas de vida.

Desde el feminismo, el derecho a la ciudad no es simplemente el derecho a habitarla, sino también el derecho a decidir sobre ella y participar en los cambios y proyectos. Las ciudades no deberían convertirse en mercancías, sino en espacios donde todas las personas, especialmente las mujeres y las disidencias, podamos acceder a una vida digna, segura y comunitaria. Por ello, es urgente que los gobiernos dejen de priorizar la acumulación del capital sobre el bienestar de las personas.

No basta con discursos sobre la «resiliencia urbana» o las «ciudades inteligentes» mientras se permite la expulsión de quienes no pueden pagar la nueva renta. El estado es responsable de proporcionar vivienda digna y asequible, transporte público seguro, servicios y espacios comunes que faciliten una comunidad de cuidado.

Es indispensable reivindicar el derecho feminista a la ciudad, lo que implica exigir que las políticas públicas coloquen al centro a quienes cuidan, trabajan y sostienen la vida. Es un llamado directo al Estado para garantizar el acceso a la vivienda como un derecho humano y feminista y no tratarlo como un bien de mercado, garantizar territorios donde las mujeres puedan habitar sin miedo y entornos donde ninguna mujer en cualquier etapa de vida y en todas sus diversidades sea desplazada por el dinero.

También surge una pregunta que muchas veces debatimos en conversaciones cotidianas: ¿es posible una ciudad sin gentrificación, turismo masivo y megaproyectos inmobiliarios? Esta pregunta me llevó a leer e investigar y encontré que hay países que han demostrado que cuando se protege la vivienda como un derecho, las mujeres, las niñas y niños, las comunidades tienen más posibilidades de habitar la ciudad y no ser expulsadas.

La gentrificación, entonces, no es inevitable, es una consecuencia directa de decisiones políticas y desde el feminismo más allá de calificarla como “buena” o “mala”, la identificamos como un proceso profundamente violento, patriarcal y racista que afecta desproporcionadamente a las mujeres: las expulsa de los territorios que cuidan y ocupan, precariza sus condiciones de vida, reproduce lógicas patriarcales y coloniales, socava los derechos que las mujeres tienen a la ciudad y no resuelve las desigualdades, sino las agrava.

Hemos escuchado decir que la gentrificación “mejora” los barrios. Pero ¿para quién? ¿A costa de qué? ¿Quién puede pagar esa mejora? En un país donde el 35.4% de la población vive en pobreza multidimensional y, el 51.7% son mujeres, mejorar no puede significar expulsar.

Ahora, más que nunca, necesitamos ciudades donde la dignidad no dependa del ingreso, sino del compromiso colectivo y del gobierno con la justicia social y la igualdad de género. Esto es posible, hay países que han logrado reducir los impactos de la gentrificación mediante políticas transversales: control de rentas, el reconocimiento de la vivienda como un derecho garantizado y un enfoque comunitario y social del urbanismo. Austria, Suecia, Dinamarca y Uruguay son ejemplos en donde la gentrificación existe en ciertas zonas, pero está tan regulada que no expulsa ni daña como en México, la razón es que el acceso a la vivienda digna y segura no depende exclusivamente del mercado, el derecho a la vivienda es para toda la ciudadanía y no un privilegio para algunas personas.

Por ejemplo, en Viena, más del 60% de la población vive en viviendas públicas, sociales o cooperativas con rentas accesibles. Ahí las mujeres sobre todo quienes están al frente del hogar, adultas mayores o migrantes, tienen prioridad de acceso y no son expulsadas cuando los barrios cambian. Esto es posible porque el Estado controla los precios de la renta, limita la especulación y conserva la propiedad de grandes extensiones del suelo urbano, lo que impide que el mercado expulse a quienes ya habitan estos espacios. Mientras que, en México, nada de esto existe, la vivienda es vista como un negocio, no como un derecho garantizado. Los desarrollos inmobiliarios privados son prioridad, la vivienda social es menor al 16.4%, y el mercado determina quien merece quedarse y quien debe irse.

La gentrificación puede cambiar la estética o el comercio en un barrio o colonia, pero nunca debería generar la expulsión masiva, el desarraigo o la perdida de redes comunitarias que, desde el feminismo, nombramos como formas de violencia territorial y económica.

La verdadera transformación feminista es aquella que no embellece para expulsar, es aquella que cuida la vida, protege el derecho a la vivienda y mantiene a las mujeres en el centro de la ciudad, de las políticas, no en sus márgenes.

*Psicóloga feminista y directora de la Red Nacional de Refugios.