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/ Verónica Malo Guzmán /
¿Por qué en América Latina -y no solo ahí- los gobiernos cambian de manera abrupta? ¿Por qué proyectos que se presentaron como redención histórica terminan empujando a los votantes hacia opciones que antes ni siquiera consideraban? ¿Por qué sociedades que escucharon durante años que “ahora sí” descubren, de pronto, que no era cierto? Tal vez porque el voto no se enamora. Se cansa. Y cuando se cansa, no avisa.
La experiencia reciente muestra un patrón incómodo para quienes creen que el relato basta. Ninguna narrativa resiste indefinidamente una realidad que se deteriora. Puede adornarse el discurso, sofisticarse la épica, repetir hasta el cansancio que se gobierna “para el pueblo”, pero cuando la vida cotidiana empeora -cuando la seguridad se diluye, el dinero alcanza menos y los servicios se degradan- el electorado deja de votar por convicción y empieza a votar por desgaste. No elige lo mejor. Elige lo distinto. Incluso si ese “distinto” viene cargado de riesgos.
Así llegan liderazgos que, en otro momento, habrían sido impensables. No porque convencieran a mayorías entusiastas, sino porque heredaron sociedades exhaustas. En Argentina, la inflación crónica, el empobrecimiento y una élite convencida de que el discurso sustituía a los resultados abrieron paso a un experimento radical. En Italia, tras años de gobiernos técnicos y promesas europeístas sin impacto tangible, el péndulo giró sin pedir permiso. La gente no cambió de valores. Cambió de paciencia.
Cuando el Estado promete demasiado y cumple poco, el extremo deja de parecer extremo. El ciudadano no abraza el radicalismo por vocación ideológica, sino porque la normalidad se volvió invivible. En El Salvador, el autoritarismo con estética moderna no surgió del capricho, sino del colapso previo frente a la violencia. En los Países Bajos, la incapacidad para gestionar migración y costo de vida convirtió discursos antes marginales en opciones “razonables”. No es que la derecha dura gane; es que el fracaso gubernamental la vuelve aceptable.
A ese desgaste se suma un error recurrente: el moralismo como sustituto de la rendición de cuentas. Cuando un proyecto se asume éticamente superior, suele convencerse de que ya no necesita explicar nada. La línea entre popularidad e impunidad se vuelve difusa. Toda crítica se interpreta como ataque; toda duda, como traición. Brasil lo vivió con claridad: el regreso del viejo liderazgo no borra que el experimento populista de derecha fue posible porque durante años se confundió justicia social con monopolio moral. En Polonia, el discurso conservador se desplomó cuando ya no pudo ocultar corrupción y abuso institucional. La superioridad moral no corrige una mala gestión; apenas la disimula… por un tiempo.
Bolivia aporta otra lección incómoda. La promesa de riqueza colectiva a partir de la nacionalización de un recurso estratégico terminó concentrándose en pocos bolsillos. Ni siquiera contar con una de las mayores reservas del mundo fue suficiente para sostener el relato cuando la corrupción se volvió inocultable. El péndulo volvió, no por ideología, sino por decepción. Suele ser así.
Los proyectos personalistas, además, pagan un costo adicional: cuando el líder se desgasta, el movimiento se vacía. Centralizar el poder en una figura carismática puede ganar elecciones, pero debilita la sucesión. El mito no se hereda; se administra. Y casi siempre mal. Venezuela lleva años demostrando que el carisma no sustituye a las instituciones. Turquía también: el liderazgo persiste, pero a costa de un entramado institucional erosionado y una oposición urbana que crece. En Brasil, la sucesora nunca dejó de ser medida con la vara del antecesor y terminó cargando con costos que no diseñó sola. Cuando todo depende de un nombre, el relevo siempre parece impuesto.
La polarización permanente acelera ese desgaste. Gobernar desde el conflicto constante moviliza al inicio, pero termina agotando incluso a los propios. La lógica de “ellos contra nosotros” sirve en campaña; en el gobierno erosiona gobernabilidad y cansa emocionalmente. En Estados Unidos, la derrota de Trump en 2020 no se explicó por falta de base, sino por fatiga social ante el caos continuo. En España, el ruido ideológico abrió espacio tanto a la derecha dura como a un voto de castigo silencioso. Al final, el bolsillo pesa más que la guerra cultural.
Mientras el poder se encierra en su certeza, la oposición aprende. La derecha que regresa ya no es la caricatura del pasado: se presenta como antisistema, habla de problemas concretos y cuida su estética. En Chile, el candidato más duro perdió, pero la derecha se reconfiguró mientras el gobierno se desgastaba bajo expectativas imposibles. En Argentina, el outsider no solo gritó más fuerte: leyó mejor el momento. Subestimar al adversario suele ser la forma más eficiente de perder.
La democracia no colapsa de golpe. Cobra facturas. Las alternancias no son traiciones: son mecanismos de corrección. Cuando un proyecto se percibe hegemónico, soberbio o inamovible, el voto actúa como límite. Incluso en democracias consolidadas -Suecia, Finlandia, Alemania- el péndulo ha empezado a moverse tras largos gobiernos progresistas.
Los ejemplos se acumulan y la lección es menos ideológica de lo que suele creerse: ningún movimiento es eterno, ninguna narrativa es infinita y ningún poder debería asumirse inmune al desgaste. El péndulo no avisa cuando empieza a moverse; solo se nota cuando ya tomó velocidad. Y suele regresar con más fuerza cuando durante años se insistió en que no podía volver.












