El ego del impostor

Rúbrica.

/ Por Aurelio Contreras Moreno /

Desde hace por lo menos dos décadas, ha sido fundamental para la clase política y especial para los gobernantes medir con cierto rigor metodológico los niveles de aceptación que alcanzan entre la opinión pública y la ciudadanía en general.

Si bien la medición de tendencias es algo que ha existido hace bastante tiempo en México, no fue sino hasta el arribo a la Presidencia de la República de Vicente Fox Quesada que se volvió una práctica sobre la que comenzaron a girar las decisiones y políticas públicas sistemáticamente, lo cual no necesariamente es positivo.

Cuando se condicionan las tareas de gobierno, la modernización de las leyes y las instituciones y hasta la obra pública a un mero asunto de popularidad, el cálculo sobre el costo-beneficio político se impone con facilidad por sobre de la utilidad, el beneficio y el interés público. Y así se han tomado una gran cantidad de decisiones que terminaron por poner anclas en lugar de promover el desarrollo del país y el avance de sus reglas de convivencia.

Presidentes altamente mediatizados como el propio Fox, Enrique Peña Nieto y en la actualidad Andrés Manuel López Obrador han sido rehenes del tema de la popularidad y su consecuente rédito político. Han hecho y dejado de hacer en función de cómo una nueva ley, un programa social, una dádiva y hasta su presencia en un acto público pueda significarles ganancia o pérdida personal y/o electoral para sus respectivos partidos, dejando de lado la utilidad colectiva y hasta los derechos humanos de segmentos poblacionales que calculan que no les representan demasiado en comparación con otros.

La medición de las tendencias entre la opinión pública también es una socorrida herramienta propagandística. Por lo general, las encuestas e instrumentos demoscópicos que se difunden con profusión desde un estamento político suelen ser “trajes a la medida” del cliente que los encarga y cuyo objetivo es impresionar, posicionar entre un sector o ante amplias audiencias una imagen, una idea o un personaje, dando la sensación de fortaleza, de amplia aceptación y, en el extremo autoritario, de unanimidad.

Desde que comenzó el presente sexenio, una parte fundamental de las estrategias propagandísticas del régimen de la autoproclamada “cuarta transformación” ha sido sostener la premisa de que el presidente López Obrador es el más popular de la historia y que sus niveles de aceptación superan la media de todos los mandatarios del mundo, colocándolo cerca de esa unanimidad que nunca se da de manera natural en ninguna parte, sino a golpes de efectismo y autoritarismo para poco a poco minar el disenso, la oposición y la crítica, todos estos elementos indispensables para construir cualquier sociedad verdaderamente democrática y libre.

Este lunes, la narrativa propagandística del régimen giró -junto con la reiteración de los ataques a la UNAM y a la libertad de cátedra- en torno de una encuesta publicada por el Financial Times –ahora no hubo problema con que la fuente fuera un medio extranjero, al que curiosamente no acusaron de intervencionismo o neocolonialismo- en la que López Obrador aparece como el segundo presidente “más popular del mundo”, con un nivel de aceptación de 65 por ciento, solo por debajo del presidente de la India Narendra Modi, cuya popularidad alcanzaría 71 por ciento según un estudio de la grisácea empresa consultora Morning Consult.

Solamente equipararse con el mandatario de un país que es una cuasiteocracia –con todo lo que eso implica- no deja precisamente muy bien parado a López Obrador. Como tampoco el hecho de que la aceptación y aclamación unánime es propia de las tiranías encabezadas por personajes carismáticos que han terminado por devastar a sus pueblos.

Pero más allá de eso y concediendo el hecho de que innegablemente el presidente López Obrador es querido y hasta venerado por amplios segmentos y estratos sociales, en términos de la vida cotidiana eso es completamente superfluo, inútil.

¿De qué sirve que el presidente sea inmensamente popular si se registra una inflación galopante que golpea el poder adquisitivo de las familias; si la actividad económica –con todo y la apertura por decreto del país en un ilusorio fin de pandemia- va a la baja por falta de incentivos y por decisiones mezquinas; si a mitad de sexenio se vive una violencia que ya supera los cien mil asesinatos?

Además de para “apantallar” tarugos, solo para “masajear” el inmenso y descontrolado ego del impostor.

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