*
/ Jorge G Castañeda /
La ya famosa foto de Emilio Lozoya cenando en el restorán Hunan de Las Lomas revela y confirma varios supuestos anteriormente formulados por muchos comentaristas. Si damos por buenas las fotos tomadas por Lourdes Mendoza, y no existe ningún motivo para dudar de su autenticidad, se corrobora que el acuerdo entre Lozoya y la Fiscalía —es decir, el gobierno de México— encierra una gran flexibilidad. No incluye arresto domiciliario; tiene una duración indefinida; nadie se ruboriza por su existencia y contenido; y le brinda a Lozoya y a sus amigos una gran dosis de confianza en sí mismos.
El que haya transcurrido tanto tiempo desde su detención en España (12 de febrero de 2020), y luego de su llegada a México (17 de julio de 2020) sin que se le conceda el criterio de oportunidad por haber cumplido con sus compromisos ante la FGR, o bien se le encarcele por no poder probar sus acusaciones, muestra que el gobierno no logra cuadrar el círculo. Quiere proceder contra algunos de los acusados —Lavalle, Anaya, por ejemplo— pero no logra amarrar nada: las pruebas y los testigos de Lozoya simplemente no vuelan. Tampoco desea resignarse a que entre los colaboradores de Peña Nieto sólo pisen la cárcel Lozoya y Rosario Robles —ella, por razones de venganza personal de López Obrador.
Lozoya se cree invulnerable, obviamente. Nadie acude a un restorán atiborrado —lujoso o no; es un poco odiosa la repetición del calificativo en todas las notas, como si agregara algo— un sábado en la noche si teme ser visto, fotografiado, ventaneado, pues. No se atrevería a salir de su casa para mostrarse en un lugar público si en efecto se encontrara bajo arresto domiciliario, según le declaró a un juez en la demanda de difamación contra él presentada por la misma Lourdes Mendoza. Tampoco parece importarle mucho el daño reputacional que las fotos puedan infligirle. Parece inconcebible que alguien que ya pasó más de dos años perseguido por la “justicia” mexicana proceda de esa manera sin consultar previamente con sus abogados. Que evidentemente no son ningunos bisoños, ya que le han conseguido un trato mucho más que privilegiado. Por cierto, ¿quien pagó la cuenta? ¿Lozoya o sus amigos? El Hunan, en todo caso, es muy caro.
Los enredos del caso Lozoya seguramente son los que metieron en un lío al propio López Obrador en la mañanera del lunes. Debió quedarse callado. En un país normal, con un Estado de derecho más o menos constituido, el juicio contra Anaya y Lavalle sería inmediatamente cancelado por el efecto corruptor de las declaraciones de hoy de López Obrador. Cuando proclama que “los legisladores recibieron sobornos” nulifica cualquier posibilidad de un juicio justo ante un juez imparcial. El jefe del Poder Ejecutivo ya afirmó la culpabilidad de los legisladores; en Estados Unidos, se declararía de inmediato un mistrail, y en México el presidente de la Suprema Corte no tendría más remedio que aceptar la flagrante violación al debido proceso después de una declaración de esa naturaleza. Pero AMLO tuvo que salir al quite después de las fotos, y ya sin su consejero jurídico y con Gertz metido en un conflicto de interés al aconsejarle cualquier cosa, no tuvo alternativa. Si no hay gabinete, sólo hay el jefe.
López Obrador es el rey de las percepciones. Sabe que lo de Lozoya apesta, sobre todo si se contrasta con la situación de los científicos, de Rosario Robles, de Lavalle y de Anaya. Está tratando de ejercer un control de daños, pero embarra a mucha gente al hacerlo. Se antoja un Götterdämmerung, pero no precisamente la obra de Wagner, sino el principio del ocaso de los dioses.