*Tamara San Miguel Suárez.
Teuchitlán es una explosión de desolación y terror. Lo que ocurrió antes ahí, lo que ocurre a diario en todo el territorio mexicano y la dolorosa búsqueda de las madres y familias de desaparecidos y desaparecidas parecía una realidad inocultable, un sufrimiento innegable, una herida masiva. Pero mientras se desborda la rabia se ha intentado desde arriba voltear la condena que señalaba estructuras de poder legales e ilegales a en su lugar criminalizar a las víctimas, como de por sí hace un criminal. No sorprende ni el viejo uso que se hace de la información para garantizar impunidad, ni los manejos políticos que pretenden minimizar lo que se esconde detrás de Teuchitlán. Las viejas prácticas y la simulación que caracteriza a esta administración cada vez sorprenden menos. Lo que se muestra crudo y ácido es el estado de negación en el que aún se encuentra un amplio sector de la población.
El fermento para que se fortalezcan Estados criminales como el que padecemos en México es la negación que se da no solo porque el horror es tan grande que hay quien prefiere cerrar ojos, sino también por la necesidad de creer en que todo cambió. Con esa población está jugando el poder personificado hoy por Sheinbaum, ayer por AMLO y por todo el juego político estatal y municipal que se encarna en las redes clientelares priístas y el oportunismo político de los gobiernos panistas que iniciaron esta guerra y hoy la condenan. La máquina criminal que se difumina y encarna en estructuras legales e ilegales del Estado se nutre de las grandes inyecciones de recursos que está haciendo la 4T así como de esa población cuya opinión es generada por ver las mañaneras cada día y los youtubers a modo.
La simulación que podemos ver materializada en un sin número de pantomimas y juegos retóricos cotidianos hace que se viva una mentira y que el circuito de reproducción de crímenes de poder se garantice sistemáticamente. Se criminaliza para neutralizar, es decir se criminaliza para no tener que señalar a quienes en los hechos sí son perpetradores de crímenes, se justifica la impunidad criminalizando y se justifica la discrecionalidad que existe sobre los poderosos legales e ilegales, por eso no vemos procesados a narcogobernadores, a un mando militar ni a un alto mando de los cárteles. Ese circuito en sí ha echado a andar una cultura de control basada en la aprobación y normalización de lógicas criminales de poder que contribuyen a la extensión y multiplicación de la violencia.
Es urgente y profundamente necesario romper ese circuito. ¿Pero cómo hacemos lo que nos toca desde abajo para romperlo sin acudir a llevar verdades y querer “demostrar la verdad” a quiénes están con ojos cerrados viviendo esa mentira?
Quizás una pista sea buscar la anomalía, nuestra propia anomalía, la que nos hizo alguna vez y luego repetidas veces sentirnos directamente afectada/os y vulnerada/os en lo más profundo. La anomalía que escapa a ese sistema para asumir el daño al otra/o como un daño a nuestro propio cuerpo, un flujo que lleva a no escuchar a los perpetradores sino a las víctimas para verles, reconocerles, escuchar sus historias, sus dolores y ese lazo que hace que lo ocurrido a ellas nos involucre como algo más que agentes solidaria/os.
No es nada retórico porque un daño provocado por un crimen de poder tan masivo y profundo como el que implica Teuchitlán y la larga lista de masacres, levantones, fosas y agravios solo puede tomar la profunda dimensión de daño masivo si rompemos con la criminalización que aísla a las víctimas y las reduce a casos aislados, asumir el daño a ella/os es no solo hacernos parte sino hacer que la neutralización se voltee hacia ellos, no solo los perpetradores directos sino a quienes desde arriba encubren, omiten, obstruyen y garantizan el poder a costa de la justicia.
Una de las necesidades subjetivas que nutre el estado de negación es asumir que lo que les paso a ellos y ellas, las y los desaparecidos, ejecutada/os, torturada/os, no nos puede pasar a nosotras/os. Que lo que les pasó les pasó por que se lo merecían, eso aleja, hace tomar distancia de su sufrimiento. Por eso generalizar el daño, hacerlo nuestro como una práctica profunda de humanidad puede romper con esa dinámica de negar la pesadilla que nos rodea.
Esta guerra nos ha involucrado al punto en el que también padecemos una enfermedad social, la criminalización entre nosotra/os solo la hace más grave y profunda. Criminalizar arriba y no abajo, no señalarnos entre nosotra/os sino señalar a ese arriba criminal puede ser una de las pistas. Quizás las respuestas a las preguntas de ¿Cómo parar ésta guerra, de cómo salir del estado de negación, de cómo curarnos y de cómo hacer justicia más allá del Estado? deban ser contestadas en diálogos colectivos y reflexiones compartidas desde el dolor y la rabia.
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