El liberalismo, política y religión

/ Francisco Cabral Bravo /

Como lo comenté en alguna anterior columna el liberalismo no puede estacionarse en la autocrítica. Sin propuestas de adaptación a una nueva realidad, sin un plan a futuro, la autocrítica liberal no es más que una autoflagelación estéril.

Durante la reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) celebrada en México, los presidentes Guillermo Lasso de Ecuador, Mario Abdó de Paraguay y Luis Lacalle de Uruguay, hicieron en conjunto una vigorosa defensa de la democracia liberal, al tiempo que marcaron un claro deslinde con los gobiernos autoritarios de Venezuela, Nicaragua y Cuba. Tal vez lo más notable de sus intervenciones no haya sido el valor que esos mandatarios mostraron al exponer su desacuerdo y preocupación por el endurecimiento de los autoritarismos intolerantes en la región; lo que más llama la atención fue ver a líderes políticos liberales hacer una declaración al mismo tiempo enérgica y serena a favor de la democracia y de principios liberales como la separación de poderes, la libertad de expresión y el respeto a los derechos políticos de las oposiciones. No es frecuente en estos días ver una intervención en foros internacionales tan clara y contundente en defensa de la democracia y de las libertades como la que se presentó en la reunión de la CELAC. No es frecuente porque desde hace un tiempo parece que los liberales renunciado a defender sus ideas. La causa del liberalismo, sobra decirlo, no vive sus mejores días. El liberalismo no solamente está amenazado en múltiples frentes en el mundo por los populismos la izquierda y de derecha; también está en riesgo debido a que los liberales no han podido articular una defensa congruente que ayude a contener la embestida.

Por un lado, parece que en la dimensión autocrítica que forma parte  inseparable del carácter liberal, ha conseguido hacer que el liberalismo hoy se vea a sí mismo a la luz de los reproches que se le hacen. Los ataques al liberalismo provenientes de ambos lados del espectro han logrado, por un lado,  iniciar una reflexión que era necesaria sobre los errores de los gobiernos liberales; pero por el otro, también desarmaron la posibilidad de articular una defensa del liberalismo más agresiva, original y convincente. Así, armados de  argumentos blandos no han sido capaces de contrarrestar los ataques del populismo, los liberales renunciaron a defenderse y se han encerrado en sí mismos con si se avergonzarán de lo que son.

No hay duda de que el liberalismo necesitaba una sacudida y una autocrítica profunda.

Los gobiernos liberales fallaron en el identificar sus contradicciones internas. Tal vez la principal falla del liberalismo haya sido la discrepancia intrínseca entre la búsqueda de mecanismos democráticos de toma de decisiones colectivas y su convivencia con la economía de mercado, en la que no es la colectividad sino el individuo el que toma las decisiones; igualdad democrática por un lado y una visión de la economía como una arena de libertad individual. Con una creciente desigualdad económica, también el desequilibrio entre la menguada capacidad de una mayoría desposeída de incidir en las decisiones colectivas y el poder efectivo de un puñado de individuos con una riqueza desproporcionada. La doble promesa rota de liberalismo de construir una amplia clase media con igualdad política,  se tradujo en la realidad, en la precariedad de amplios sectores sin esperanza en el futuro y despojados de capacidad de incidir en las decisiones, lo  que al final los hizo ser presa fácil de los demagogos.

Para reconocer los errores del liberalismo no es suficiente. Si ha de tener futuro, el liberalismo no puede estacionarse en la autocrítica.

Los mensajes de los presidentes Lasso, Lacalle y Abdó   son como un resplandor de luz en la oscuridad. No está en sus intervenciones el liberalismo que se avergüenza, que se lamenta en los errores del pasado y que se repliega; lo que vimos fue el liberalismo que le da la cara y se enfrenta a la opresión y el abuso de los gobiernos autoritarios porque sabe que sus principios, democracia, Estado de derecho, libertades individuales y equidad,  conservan su valor  y sigue vigente urgencia de defenderlos. Es cierto que lo discutido en la reunión del CELAC se da a nivel regional y que no va a cambiar una discusión que debe avanzar en el ámbito político global. También es cierto que no vamos a encontrar en los discursos de los tres presidentes una respuesta a las dificultades existenciales que enfrenta hoy el liberalismo. Pero es esperanzador el hecho de que pudimos ver en sus palabras un gran valor, contundencia y claridad inusuales sobre cuáles son los valores que defiende el liberalismo. Eso sin duda es una buena señal.

En otro contexto esto no es un tema menor, estoy convencido de que es muy importante salvar almas.

Pero también estoy convencido de que es Igualmente importante salvar a los hombres en el más acá.

Y aquí aparece un desafío fundamental de nuestro tiempo. La misión fundamental del hombre de religión es la salvación de las almas. La misión fundamental del hombre de política es la salvación de sus congéneres.

El hombre de religión se aplica en liberar a los seres humanos de las prisiones del mal, de la degradación, la perversión, del sufrimiento, la desesperación, la  perdición y la derrota.

El hombre de estado se aplica liberar a los seres humanos de las prisiones de la ignorancia, de la pobreza, la enfermedad, la injusticia, la inseguridad y la desesperanza.

Toda religión que lo sea de verdad tiene una columna vertebral que llamamos promesa. Toda política que lo sea de verdad tiene una columna vertebral que llamamos bienestar.

Esa promesa es la creencia en una recompensa imprescriptible que cada individuo  y cada credo la identifica a su modo, y preferencia bien sea que se llame paraíso, salvación, redención, perdón, eternidad o gloria. Ese bienestar es la creencia en un estado  inalienable que cada individuo y cada sociedad lo identifica a su modo y preferencia, bien sea que se llame  independencia, soberanía, libertad, desarrollo, justicia o paz.

Esa promesa y ese bienestar fundamentan, explican y justifican todos los elementos de cada política y de cada religión que sean de verdad. Si la religión no vive alrededor de una promesa, será menor y artificial.

Si la política no vive alrededor del bienestar, será pobre  y mentirosa.

Luego aparece con claridad su conjunción.

¿El hombre que confía en la promesa de la gloria en el más allá, tiene que renunciar al bienestar de la libertad en el más acá?

¿El hombre que cree en la promesa del perdón en el más allá, tiene que sacrificar el bienestar de la justicia en el más acá?

¿O  el hombre que ha recibido en el más acá el bienestar de la soberanía y del desarrollo, debe pagarlo con la pérdida de su derecho a creer en una vida eterna?

Religión y política son complementarias en el salvamento del hombre. No estoy diciendo, desde luego, qué deberán mezclarse en un batidillo como  aquéllos que a la humanidad ya muchos países en particular les costó trabajo y sufrimiento superar. No estoy proponiendo que la religión gobierne níquel gobierno ore. Mal andaría aquella pobre religión que, al no poder salvar a las almas, tuviera que conformarse con gobernar a los hombres, y mal andaría  aquel pobre gobierno que, al no poder gobernar a los hombres, tuviera que contentarse o conformarse con orar por ellos.

Quienes proclamamos la libertad de creencias, quienes creemos en la libertad de cultos y confiamos en la laicidad pública, también estamos persuadidos de que nadie se basta a sí mismo y de que es igualmente importante salvar a los hombres en ambos mundos.

Por fortuna, en las naciones más o menos democráticas hay libertad de cultos. Cada cual puede escoger la religión de su gusto o ninguna, si así le place. Las convicciones sobre la existencia de dioses, ángeles, arcángeles, santos y seres  extraterrenos están en el ámbito de la intimidad y basta que cada persona crea en un conjunto de dogmas para considerarse de una u otra filiación o denominación religiosa.

Pero la libre  adscripción a un credo no exime a religión alguna del escrutinio público.

Universidades y otros centros de estudio, la prensa, y la crítica analizan las religiones, establecen sus características principales, sus semejanzas con otras, el número de creyentes con que cuentan, la capacidad de convocatoria y autoridad de sus líderes, el comportamiento de sus ministros o pastores, sus relaciones con el poder terrenal y su capacidad económica, que también, claro, cuenta.

Y como lo hemos comentado en anteriores espacios, se habla hasta la saciedad te las necesidades de adecuar el sistema institucional mexicano, cuestión qué ha dado pie para realizar en los últimos años una serie de reformas, denominadas de estado o políticas, incluyendo aquéllas de carácter electoral. Hemos ocupado mucho tiempo e ingenio en tratar de resolver añejos vicios derivados del ejercicio del poder sin que hasta la fecha se observen resultados tangibles que hayan permeado en la percepción ciudadana. Un amigo, de entre otros muchos insatisfechos y desesperados ciudadanos, me hizo la reflexión de cómo un gobierno honesto puede cambiar la actitud de la sociedad; sin embargo, cuando existe una administración corrupta, la sociedad es fácilmente adaptable, en consecuencia resulta muy complejo cambiar las cosas.

Todos los días nos encontramos con casos de corrupción, en todos los órdenes de gobierno, en todos los niveles y en todos los poderes, ahora incluyendo la iniciativa privada.

 

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