Estrictamente Personal
/ Raymundo Riva Palacio /
El espionaje político en México no es nuevo. Lo que es inédito es la normalización del espionaje, y que en lugar de indignarnos, festejemos el circo. Nuestra sociedad política ha caminado para atrás. Los valores y principios democráticos están tergiversados, comenzando por el inquilino de Palacio Nacional, de cuyo pulgar depende la suerte de amigos y adversarios. Cómo se han deteriorado las cosas en los últimos años. Estábamos mal y ahora estamos peor. La degradación de la vida pública es creciente.
Otrora, la revelación de la existencia de un centro de espionaje era un escándalo. Lo vimos en el Estado de México en 2001 y en 2009, y en Puebla, en 2010. Los gobernadores quedaron expuestos y se abrieron investigaciones. Hubo procesos y cárcel para algunos. La impunidad estaba acotada por la propia sociedad. Hoy, todo es chacoteo. O peor.
El gobierno federal ha provisto de insumos a quienes no tienen pudor para utilizar la información que les proporcionan, porque en lugar de consecuencias legales, habrá premios. Son parte de un régimen donde la ilegalidad es pieza de un código genético en expansión. El ejemplo más visible de esto es Layda Sansores, la gobernadora de Campeche, que recibió 60 horas de audios del Centro Nacional de Inteligencia sobre el líder del PRI, Alejandro Moreno, para acabar con su imagen pública y eliminar sus espacios de maniobras.
La difusión de sus conversaciones lo dobló, y se convirtió en un peón legislativo del Presidente. Habían sido ilegalmente obtenidas, mediante la intercepción de sus comunicaciones con el software Pegasus, y con grabaciones directas a través del programa que activó el micrófono de su celular. Ante los reclamos y denuncias legales de Moreno, la Fiscalía General de la República anunció que iniciaría una investigación. ¿Qué ha quedado de ello? Ni el recuerdo.
La gobernadora Sansores continuó la difusión de los audios, y cuando se le impuso una medida cautelar, la ignoró por un rato y luego encontró la forma de darle la vuelta. La semana pasada escaló, y anunció que daría a conocer audios del coordinador de Morena en el Senado, Ricardo Monreal, enemistado con el Presidente. Y al igual que sucedió con los audios de Moreno, la conversación fue sobre qué sería lo que podrían contener, no sobre el hecho mismo de la existencia de espionaje político en este régimen y, peor aún, la difusión de lo obtenido.
La ilegalidad que se vive forma parte de la dinámica de irracionalidad en la que se mueve el corpus político mexicano. El extremo del absurdo de lo trastocadas que están las cosas recayó en el presidente Andrés Manuel López Obrador, que después del amago de Sansores y la respuesta de Monreal de que era una guerra sucia dentro de Morena, dijo que esa confrontación no afectaba, pero era “de mal gusto”. Una ilegalidad no es de mal gusto, es una violación a la Constitución.
El artículo 16 establece que todas las comunicaciones privadas son inviolables y será sancionado de forma penal cualquier atentado, excepto cuando una de las personas que participa las aporte de manera voluntaria. No es el caso. Sansores no era parte de las conversaciones de Moreno y muy probablemente tampoco de las de Monreal, por lo que haber difundido las del líder del PRI era un delito flagrante, pero no pasó nada. El Presidente agregó, a propósito del diferendo intramorenos, que la gente está muy consciente y no se deja manipular.
De hecho, es todo lo contrario. La “gente” incluye la sociedad y la sociedad política, que se cruzan, pero no son lo mismo. Colectivamente están siendo manipuladas, y lo gozan como el pan y el circo en la antigua Roma. ¿Cómo puede decir que hay conciencia entre la gente cuando obscenamente se está violando la ley? ¿Cómo puede decir que no se deja manipular cuando el espectáculo oscurece la razón? ¿Cómo puede afirmar que no afecta cuando lo que ha sucedido es una trastocación de valores de la cual veremos las consecuencias más adelante?
Lo que estamos viendo pasar frente a nuestros ojos es la institucionalización del espionaje político, tolerable siempre y cuando venga del gobierno de López Obrador y sea ejecutado por sus alfiles. Nos lo regalan envuelto en folclor, musicalizado con salsas y cumbias, con escenarios pletóricos de colores tropicales, y con una gobernadora como maestra de ceremonias en el teatro de lo absurdo. La sociedad y la sociedad política celebran y disfrutan.
El Martes del Jaguar, su talk show semanal, crisol de la ilegalidad y de la banalización rupestre del servicio público, provoca increíblemente que cada vez un mayor número de personas contengan el suspiro en espera de sus revelaciones anticonstitucionales. Ya no cuestionamos los actos ilegales del gobierno, como lo hacíamos hace pocos años, sino los disfrutamos. Es tal el cinismo, que el espionaje político no se hace de manera subrepticia, como en el pasado, cuando se utilizaban mensajeros para transmitir el mensaje a aquéllos con quienes había agravios y buscaban someter, sino se hace en una carpa.
Se anuncia que se va a cometer un delito, y en lugar de censurarlo, se sintoniza El Martes del Jaguar, donde la información secreta deja de ser confidencial para ser utilizada para amedrentar, domar o atacar a un adversario. No hay gritos discordantes. ¿Dónde quedó el Poder Judicial? Tampoco reclamos políticos ni advertencias de juicio de desafuero al servidor público que cometa un delito.
Ese hubiera sido el destino de Sansores en otros tiempos, y se hubiera hundido en la ignominia. Ahora es una heroína a la que el Presidente le confesó respeto y cariño. Patético. No condena lo que hace –porque es su instrumento–, y para poner bálsamo dice que son “de mal gusto” las amenazas a Monreal, subrayando así su respaldo a la ilegalidad. ¿Le extraña a alguien? A nadie. De hecho, la mayoría ni siquiera se ha dado cuenta de lo que están construyendo al haber caído presa de la cultura de la ilegalidad impulsada por el Presidente.