El Ágora
Octavio Campos Ortiz
El fin de semana pasado fue el segundo más violento del año con 258 homicidios dolosos, solo superado por otro de mayo -mes con mayor incremento delictivo-, que registró 266 muertes, con lo que se está cerca de los 160 mil asesinatos en lo que va del sexenio, cifra que con mucho supera los acumulados en las administraciones completas de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto.
Se responsabiliza al michoacano de iniciar la guerra contra el crimen organizado y autorizar a las fuerzas armadas el uso letal de su equipo, lo que provocó enfrentamientos mortales e incluso el uso excesivo de la fuerza y las cuestionadas masacres de sicarios y de líderes de cárteles ya sometidos. Sin embargo, hay que reconocer que se logró aprehender a la mayoría de los objetivos prioritarios, aunque hubo muchas bajas, incluso de civiles inocentes, considerados como daños colaterales. La misma práctica continuó con el mandatario mexiquense, no exento de excesos de policías y militares, periodo en el que se capturó al Chapo, se fugó y se recapturó para ser extraditado a los Estados Unidos.
En este régimen se optó por lo contrario, se condenó el uso de las fuerzas armadas en temas de seguridad pública, se canceló la guerra contra el crimen organizado e incluso se fijó una especie de armisticio y se hizo un llamado a los delincuentes para que abandonaran sus ilícitas actividades y cambiaran las armas por tractores para sembrar la tierra y se iba a desincentivar el reclutamiento de sicarios con las becas de “jóvenes construyendo el futuro”, programa que incluso se exportó a Centroamérica con fondos mexicanos. Sin embargo, la estrategia de abrazos y no balazos fracasó. No solo continúan las masacres producto de los enfrentamientos entre grupos rivales, también soldados y marinos cometen hoy excesos y provocan la muerte de delincuentes rendidos y de gente inocente, familias enteras, que son acribillados por no detenerse en los retenes militares. Más aún, se ha militarizado al país.
Tampoco ha disminuido el reclutamiento de jóvenes sicarios y por el contrario se incrementó la violencia, aun la política, con el ajusticiamiento de candidatos, autoridades locales, fiscales, jueces y policías. No en vano se habla de la pérdida de gobernabilidad en muchas regiones del país, ahora hasta la edil de Tijuana está bajo la protección de soldados.
A pesar del uso faccioso de las estadísticas, los voceros gubernamentales no han podido desmentir el incremento, en números absolutos, de la violencia en el país, la cual ha costado la vida a 160 mil mexicanos. Además del aumento de los secuestros y la extorsión -talón de Aquiles de los empresarios-, de los feminicidios, la violencia intrafamiliar, el robo con violencia en todas modalidades como al transporte público, a negocios y a transeúntes, el narcomenudeo y la crisis de las adiciones, sobre todo ahora con el fentanilo, aunque el sector público insiste en que no se produce ni se consume en territorio nacional, a pesar de que los informes de las propias autoridades dan cuenta de la destrucción de laboratorios y la campaña publicitaria contra el consumo de drogas hace énfasis en los efectos mortales del opiáceo.
Frente a esa dolorosa realidad, los portavoces oficiales prefieren voltear la vista a otro lado y ponderan la disminución en los ilícitos federales, los cuales solo representan entre el cuatro y el seis por ciento de la incidencia delictiva, averiguaciones que generalmente afectan a las dependencias y no al ciudadano de la calle. La impunidad en los delitos del fuero común es del 93 por ciento.
Nadie puede negar que este es el México más violento de los últimos tiempos y que, si bien el crimen organizado es un fenómeno heredado, nunca existió una verdadera estrategia de combate a la delincuencia que restituyera la paz social y garantizara la seguridad pública.