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/Patricia Flores / Bolivia /
Aristóteles afirmaba que “las palabras habladas son símbolos o impresiones del alma” y los filósofos estoicos profundizaron en la comprensión de cómo estos símbolos expresan conceptos universales que penetran en la vida ética y política, transformándola desde sus cimientos más profundos. Siglos después, George Steiner nos interpelaba con su advertencia: “Lo que no se nombra no existe”, un axioma que encierra un poder aterrador y fundamental: las palabras tienen la capacidad tanto de crear como de destruir realidades, de edificar imaginarios sociales o derribarlos. Las palabras pueden herir, golpear, socavar el alma y estigmatizar, mientras que su ausencia –ese silencio deliberado– invisibiliza, niega existencias y menosprecia identidades enteras.
El escenario político boliviano actual es un espejo elocuente y crudo de esta realidad. Cuando se califica a las mujeres de “hacer berrinches”, se condensan las raíces profundas de un sistema político que las menosprecia y las mantiene en una posición de subalternidad, utilizándolas únicamente como escalones para sus propios fines. ¿Acaso no es violencia ese silencio que las borra de los discursos públicos? ¿Ello ocurre cuando ni siquiera son consideradas para ocupar la vicepresidencia, desdeñando la Ley de paridad y alternancia? Nos encontramos inmersos en un escenario político abiertamente machista, patriarcal y misógino. No hay forma más eficaz de aniquilar simbólicamente a las mujeres negándole el derecho a ser nombradas.
¿Quién tiene el poder de decidir qué existencias merecen ser nombradas y cuáles quedan condenadas al silencio? Como señala Amnistía Internacional, la violencia contra las mujeres, simplemente por el hecho de serlo, ha sido una constante histórica. Bajo la imposición del genérico masculino, milenios de historia han invisibilizado a más de la mitad de la humanidad, arrebatándonos a nuestras diosas, a nuestras ancestras y negando nuestra participación plena en la sociedad y en los ámbitos del conocimiento. Al borrarnos del lenguaje, se niega nuestra existencia como protagonistas sociales. Por ello, reivindicar nuestra presencia a través del lenguaje y del lenguaje particularmente inclusivo no es solo una cuestión de justicia lingüística, sino un imperativo fundamental de los derechos humanos.
Ese androcentrismo del lenguaje es una perspectiva que sitúa lo masculino como la norma universal, priorizando sistemáticamente al hombre y relegando a la invisibilidad a lo femenino, visión estrechamente vinculada al sexismo. Como afirma Eulalia Lledó, el androcentrismo implica “una visión parcial del mundo: es la consideración de que lo que han hecho los hombres es lo que ha hecho la humanidad”. Ese fenómeno asume que solo la perspectiva masculina incluye y que es la medida de todas las experiencias humanas, negando así la diversidad y legitimidad de las vivencias femeninas y perpetuando la exclusión de las mujeres.
Cada palabra lleva consigo una carga histórica –androcéntrica, sexista, racista, misógina, homofóbica, xenófoba, transfóbica, clasista– que puede atentar contra la dignidad humana. Cuando se dice “india”, “cunumi”, “birlocha”, “chota”, “negra”, “maricón”, “puta”, ¿acaso no escuchamos el eco de siglos de opresión en estas palabras? ¿O cuando escuchamos palabras aparentemente inocuas como “perro” o “zorro”, cuya connotación cambia abismalmente cuando se aplica a mujeres?
Las palabras no son inocentes, son el espejo que refleja nuestra forma de pensar y sentir, manifiestan cómo somos, cómo pensamos y cómo deseamos que sea la vida. Las palabras ejercen un poder político enormemente potente, porque moldean opiniones, decisiones y acciones, evocando emociones que van desde la ira y el dolor hasta el miedo y la inferiorización y pueden alimentar discursos de odio, como remarca Carlos Lomas.
Las palabras construyen narrativas, tejiendo los hilos de discursos que reflejan o distorsionan las realidades sociales. Pueden promover la igualdad o perpetuar estereotipos; un lenguaje inclusivo fomenta la justicia social, mientras que uno despectivo refuerza las desigualdades. Las palabras reflejan las dinámicas de poder, evidenciando las estructuras jerárquicas que sostienen o quebrantan una sociedad. En definitiva, son herramientas que pueden liberar o encadenar a grupos vulnerables.
Nombrar el mundo en masculino y femenino no es sólo una lucha por los derechos humanos o la promoción de la equidad de género sino de mayor precisión comunicativa, esencial para construir un discurso que respete y reconozca la pluralidad de experiencias, de reflejar la realidad social, histórica o cultural de las sociedades. Aunque el lenguaje puede perpetuar estereotipos y desigualdades, también es un poderoso instrumento de interpelación, liberación y transformación social.
En este momento tan complejo e incluso desesperanzador de nuestra historia política, tenemos que estar alertas frente a los discursos que, incluso bajo la apariencia de inclusión, continúan relegando a las mujeres a un papel secundario, menospreciando sus capacidades cuando no son genuflexas o funcionales al caudillo de turno. Porque mientras las palabras sigan siendo usadas para invisibilizar, menospreciar y silenciar, la verdadera democracia seguirá siendo un ideal pendiente. Solo reconociendo el poder político de las palabras y usándolas con conciencia podremos construir una sociedad más justa, plural e igualitaria.
*Patricia Flores Palacios es magister en ciencias sociales y feminista queer.