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/Juan José Rodríguez Prats/
La identidad individual es un concepto problemático; no somos uno, somos multitudes
Javier Cercas
Escuché por primera vez el proverbio en una plática con Carlos Castillo Peraza, lo dijo en latín: Corruptio optimi pessima, la peor corrupción es la de los mejores, aquellos a quienes por sus elevadas responsabilidades se les exige ser rigurosamente honestos. Es obvia la alusión directa a los políticos, a los que tienen poder y deciden por todos. Por su condición humana y por una influencia perversa, al arribar a un cargo relevante, el comportamiento de las personas se trastorna.
Goethe, Weber y Zapata fueron totalmente distintos. Sin embargo, los tres percibieron ese cambio, esa especie de embrujamiento en el que incurren los ungidos para ser gobernantes. El primero, después de tratar a Napoleón, escribió:
El endemoniado se manifiesta en su forma más terrible cuando se manifiesta de manera abrumadora en un solo individuo. Una fuerza titánica emana de él y ejerce un poder increíble sobre todas las criaturas, e incluso sobre los elementos y ¿quién puede decirle hasta dónde se extenderá su influencia? Cuanto más fuerzas se combinan contra él, sus oponentes siguen siendo impotentes. Es en vano que el sector más ilustrado de la humanidad los etiquete de engañado o engañador. Rara vez, si es que alguna vez, existen sus iguales al mismo tiempo y nada puede vencerlo, excepto el universo mismo contra el que declaró batalla.
En América Latina ha sido el tema de grandes obras literarias y de estudios sociales. Transmito lo que percibo de la política mexicana.
En mis 57 años de vida pública, creo haber tratado a buena parte del zoológico de los profesionales que en los tres órdenes de gobierno y en los diferentes partidos fueron protagonistas. De esa vivencia, a reserva de extenderme en otra ocasión en sus caracteres, considero que hay un especial modo de hacer política en México, con dos fallas muy importantes: la falta de justipreciación personal y no reconocer errores.
Aspirar a un cargo exige cuestionarse: ¿soy el idóneo para tener un desempeño exitoso? ¿Tengo las cualidades que requiere el perfil correspondiente? Desafortunadamente, el mexicano carece de esa capacidad autocrítica. Simplemente dice: “Yo le entro. Ya después veo cómo le hago”. Confunden gobernar con dar órdenes. Creen que la realidad es maleable y es fácil transformarla. Sobreestiman sus capacidades, pero viven con enorme temor de que sus subalternos brillen más que ellos.
El espectáculo de los candidatos a jueces es sumamente grotesco. El atrevimiento rebasa lo cursi y lo ridículo con un efecto devastador en la moral pública. Lamentablemente no es un evento aislado, es la secuencia de una larga tradición debido a diversas causas, principalmente en el aspecto cultural. No tan solo se da en los cargos de elección popular. En la renovación de las posiciones de la administración pública se terminó con los esfuerzos por crear un servicio civil de carrera. Los usuarios somos las víctimas cotidianas.
Encuentro pocos ejemplos de funcionarios que reconozcan un error porque ello se ha interpretado como señal de debilidad. La obsesión por cuidar las apariencias es inexpugnable. Todavía hoy seguimos discutiendo si hubo un “error de diciembre”. Hay una excepción: Díaz Ordaz, en la toma de posesión de López Portillo, ante una pregunta de Echeverría, contestó: “Debo aceptar que él sí supo elegir sucesor”.
Todo lo anterior viene al caso por la elección del próximo primero de junio. ¿Puede hoy alguien esperar que con esos pretendientes a tan delicada tarea se van corregir las fallas en nuestra impartición de justicia? ¿Por qué no se cancela si nadie sensatamente cree que el proceso saldrá bien?
Estar consciente de nuestras limitaciones ha sido virtud de los buenos gobernantes. Entender que no es lo mismo cuando uno decide sobre asuntos personales que cuando se trata del bienestar de una comunidad. El grito es estentóreo: es una farsa.