*Proyecciones en el espejo.
/Por Paula Roca/
Este es un cuento, pero plasma la realidad de una historia de frío y miedo que sufrió una pequeña en un internado sombrío, donde guardaba como un tesoro una carta arrugada que era su consuelo; palabras escritas a su familia de México para que la salvaran de ese internado en Oviedo, Asturias, donde se vivían las peores secuelas de una posguerra. Su sueño era que le quitaran ese grillete de desesperanza y soledad para llegar al calor de un hogar, en un México libre y pleno de ilusiones.
España vivió represión, exilio, polarización y las peores crisis económicas en el siglo XX, especialmente durante y después de la Guerra Civil y el franquismo.
Y es momento de aprender del pasado.
En la actualidad, México más que exigir un perdón por hechos de siglos pasados, podríamos enfocarnos en aprender de la historia de naciones como España, donde las heridas dejaron huellas muy marcadas en miles de familias que en la actualidad perduran.
Cada nación enfrenta retos y procesos de reconciliación muy complejos. Como lo han señalado diversos historiadores, España ha trabajado mucho, reconociendo siempre las injusticias del pasado y a las víctimas de la dictadura. Aunque el proceso no ha sido perfecto, podríamos decir que es un ejemplo del esfuerzo por cerrar heridas y construir un futuro más inclusivo y solidario.
En México sería conveniente revisar el pasado con honestidad, buscando siempre justicia y reconocimiento, sin quedar atrapados en exigencias perdidas que terminarán en vacío y frustraciones que se perderán en una espiral sin fondo y sin resultados positivos.
Si tan solo pudiéramos enfocarnos con consideración y respeto en la verdadera comprensión de esos errores históricos, sería más simbólico para evitar repetirlos en nuestro país. Podríamos aprender más de la historia y así aplicar en construir sociedades más justas y equitativas. En México como en el resto de Latinoamérica, la historia de España nos muestra que la lucha por la justicia y la verdad es larga, pero debe ser constante.
A Tita Fernández, la niña de esta historia, como a su familia en el exilio, los marcó una realidad dolorosa por muchos años de una guerra y un dictador que hirió profundamente no solo a una generación sino a varias.
El Reloj en el Naranco
(Obra: El Naranco, Técnica: oleo por Marily Casas, colección particular)
En un internado de niñas en Oviedo, en plena posguerra, Tita Fernández se encontraba atrapada entre muros de piedra y ecos de risas reprimidas. La luz tenue del día apenas iluminaba su habitación, donde un viejo reloj de pared marcaba el ritmo de sus días y pesadillas. Las manecillas, desgastadas, parecían avanzar con la misma lentitud con la que se desvanecían sus esperanzas de regresar a casa.
El internado había sido un refugio forzado para muchas, un lugar donde el hambre y el miedo tejían lazos entre las niñas. Tita observaba el reloj cada mañana, como si al contemplarlo pudiera detener el tiempo y cambiar su destino. La campanada de las horas resonaba en su mente, recordándole que cada momento que pasaba lejos de su hogar era un eco de la vida que había perdido.
Las monjas, con su hábito blanco y negro, a menudo se paseaban por los pasillos, repitiendo oraciones casi silenciosas y miradas severas. Tita sabía que muchas de ellas habían llegado allí por necesidad, despojadas de sus sueños. Con cada canto en el coro, con cada recitación de letanías, la vida en el internado se convertía en un eco sordo de anhelos marchitos.
Una noche, mientras la tormenta azotaba el Naranco, Tita se despertó con el sonido del reloj que marcaba la medianoche. Las manecillas, como si tuvieran vida propia, parecían bailar en un juego macabro. Intrigada y temerosa, se acercó a la pared y, en un impulso, tocó la madera desgastada. En ese instante, un susurro se deslizó entre las sombras, como un eco de su propio corazón: “Escapa”.
Movida por una fuerza desconocida, Tita decidió explorar el pasillo. Las luces titilaban, creando un juego de luces y sombras que la envolvía en un abrazo inquietante. Con cada paso, su corazón latía con fuerza, como si el reloj en su habitación marcara no solo el tiempo, sino también el compás de su valentía.
Finalmente, llegó a la sala de música, donde un viejo piano se alzaba en el rincón, cubierto de polvo. Tita se sentó frente a él y, tras un profundo suspiro, dejó que sus dedos danzaran sobre las teclas. La melodía que brotó era un canto de libertad, un grito mudo que resonaba en cada rincón del internado.
Al día siguiente, el reloj volvió a sonar, pero esta vez, Tita sintió que las manecillas no solo marcaban el tiempo, sino también una promesa. Con cada día que pasaba, su voz resonaría un poco más fuerte, y quizás, solo quizás, el destino le sonreiría de nuevo.
El reloj siguió marcando las horas, pero Tita, con su música y su deseo, había comenzado a tejer una nueva historia, una que la llevaría a escapar no solo del internado, sino también de las cadenas que la mantenían atada a un pasado doloroso. Así, en el corazón de la posguerra, el eco de su melodía se convirtió en la esperanza que, a pesar de todo, nunca se detendría.
Y sí, logró su sueño de llegar a México.