*Dinorah Arceta
En América Latina y el Caribe, más de 73 millones de personas migran de manera internacional y más de 22 millones han sido desplazadas, tienen necesidades de protección internacional o asistencia humanitaria. De ese universo, casi el 46 % —alrededor de 10 millones— son mujeres, adolescentes y niñas. En México, se estima que más de un millón de personas extranjeras residen en el país, el 49 % son mujeres. Solo en el último año cerca de 80 mil personas solicitaron protección internacional, de las cuales, el 44 % son mujeres.
Detrás de estos datos, que muchas veces quedan al margen del debate público, se esconde una realidad profundamente feminizada y estructural: la migración de mujeres en condiciones de vulnerabilidad, que además de los retos propios del desplazamiento, asumen silenciosamente la carga del trabajo de cuidados —casi siempre no remunerado— tanto en las comunidades que dejan como en las que llegan.
Desde el Instituto para las Mujeres en la Migración, AC (IMUMI) hemos documentado el impacto de estas dinámicas gracias a nuestro trabajo de acompañamiento psicojurídico. Este año posicionaremos, en el marco de la XVI Conferencia Regional sobre la Mujer, a la migración como un tema prioritario en la agenda pública de cuidados. Porque no se puede hablar de un nuevo pacto social de cuidados sin poner en el centro a las mujeres migrantes que sostienen la vida en constante movimiento.
Muchas de ellas asumen trabajos de cuidado —remunerados o no— sin redes de apoyo ni acceso a derechos por la situación actual regional de contención y criminalización de la migración. Lo hacen en entornos marcados por la desigualdad estructural y la división sexual del trabajo. A menudo deben cuidar a sus familias a la distancia mientras desempeñan labores precarias en sus lugares de destino. Esta doble carga limita gravemente su acceso a salud, educación, empleo digno y servicios básicos.
A esto se suma una realidad aún más cruda: dificultades para integrarse a sistemas de protección social, falta de corresponsabilidad masculina, discriminación, acoso y violencia sexual, tanto en tránsito como en destino. Esta sobrecarga física, emocional y económica no solo vulnera sus derechos, sino que perpetúa las brechas estructurales de género que los movimientos feministas buscamos erradicar.
Según una encuesta realizada en 2024 a mujeres migrantes sobre su realidad en torno a los cuidados, el trabajo del hogar remunerado continúa siendo, para muchas, la única opción laboral viable. Aunque en México se ha logrado su reconocimiento legal dentro del marco normativo, este avance aún no se traduce en condiciones laborales dignas ni en un acceso efectivo a derechos. Las políticas públicas relacionadas con la seguridad social de las trabajadoras del hogar siguen estando condicionadas al estatus migratorio y a la formalidad del empleo, lo que deja excluidas a miles de mujeres migrantes que desempeñan este trabajo esencial en contextos informales.
Además, la Organización Internacional del Trabajo ha documentado que el proceso de regularización migratoria representa una barrera adicional, ya que exige una oferta formal de empleo por parte de una persona empleadora previamente registrada ante el Instituto Nacional de Migración. Organizaciones de la sociedad civil han advertido, incluso, que algunas personas empleadoras prefieren contratar a hombres, con el fin de evitar responsabilidades legales asociadas a permisos por embarazo, maternidad o cuidados familiares.
Además, muchas mujeres migran acompañadas de personas dependientes de cuidado —como hijas e hijos— sin recursos suficientes para garantizar su bienestar básico. UNICEF advierte que ha aumentado el número de mujeres y personas gestantes en movilidad humana en la región. Asimismo, ha incrementado el número de familias y mujeres con dependientes de cuidado en los movimientos mixtos de México. La falta de servicios públicos accesibles las obliga a asumir solas el trabajo de cuidado o a buscar acompañamiento de organizaciones civiles. En albergues o en campamentos, sin embargo, emergen redes espontáneas de solidaridad entre mujeres: se comparten ropa, comida, dinero, pero también contención emocional.
Investigaciones revelan que la participación de mujeres migrantes y refugiadas en espacios de cuidado colectivo es escasa. No porque no quieran estar, sino porque no conocen los entornos a los que llegan o porque no tienen redes. Así, el cuidado se vuelve una tarea solitaria, asumida desde la precariedad, pero también con una resiliencia.
Reconocer a las mujeres migrantes como sujetas de derecho, garantizar su acceso a servicios básicos y construir condiciones dignas para quienes cuidan no es un acto de caridad: es una responsabilidad del Estado y una deuda histórica. Porque sin ellas, sin su trabajo silencioso pero esencial, la vida no se sostiene.
*Coordinadora de Incidencia, Instituto para las Mujeres en la Migración, AC (IMUMI)