*Retrovisor.
/Ivonne Melgar/
Al estigmatizar a ministros, jueces y magistrados, el Ejecutivo federal logró, además, avanzar en la trivialización de la violencia criminal, la inseguridad, el cobro de piso y la extorsión.
Ivonne Melgar
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Cuando la fuerza de un gobierno como el saliente se expresa en la credibilidad de cómo se cuentan los problemas y sus soluciones, hasta las aguas negras de Chalco terminan por ser responsabilidad del pasado neoliberal.
Desde la arrasadora conversación cotidiana presidencial, el relato de El Mayo Zambada y su relación con autoridades de Sinaloa puede matizarse mediante una denuncia por traición a la patria.
Y es que ha sido tal el liderazgo del presidente López Obrador que los resquemores hacia las Fuerzas Armadas que la desaparición de los normalistas subrayó en 2014, ahora suenan a cosa del pasado, ante la purificación del pueblo bueno uniformado.
Es la audacia de populismos que relanzan a la democracia como el escenario donde las mayorías se reivindican contra las élites políticas tradicionales, cuyas marcas partidistas toman el mote que la potente voz gobernante les aplica.
Son múltiples los factores que explican este fenómeno en el ejercicio del poder, así como el silencio prudente, convenenciero, miedoso y cómplice que decidieron guardar diversos sectores que, en otros sexenios, hicieron sentir su peso e inconformidades hacia decisiones gubernamentales.
En el caso del Poder Judicial se dio una reacción combinada: hubo quien desde la Suprema Corte optó por convertirse en aliado de la agenda del Poder Ejecutivo; otros continuaron haciendo valer su independencia, asumida con creces durante los gobiernos de la alternancia.
Mientras jueces y magistrados federales dejaban pasar las descalificaciones de vendidos, corruptos, neoliberales, defensores de privilegios que provenían del pódium presidencial cuando dictaban recursos que revertían actos gubernamentales.