Autoría: Matías Néspolo.
Arranco con una confesión a modo de captatio benevolentiae. Más de un lector -sí, digo lector, tampoco hace falta destrozar el idioma con reduplicaciones y perífrasis ociosas en aras de la corrección política, como me aconsejaba la lingüista Lola Pons Rodríguez, autora del delicioso trabajo Una lengua muy larga (Arpa)- se preguntará a qué viene. Paciencia.
El desafío más difícil que me he topado como narrador ha sido construir una voz femenina verosímil y solvente. Padre de tres hijas y criado junto a cinco hermanas, siempre he presumido orgulloso de mi sensibilidad, empatía y costado femenino. Sin embargo, nada de eso me ha servido a la hora de escribir como una mujer. Juro que sudé tinta con un par de capítulos de mi última novela. Y no estoy muy seguro de haberlo conseguido. ¿Por qué?
Di con la respuesta por casualidad a propósito del Día de las Escritoras, promovido por la asociación Clásicas y Modernas, la Biblioteca Nacional y la Federación de Directivas y Empresarias. En un artículo de prensa, que cito de memoria, encontré la confirmación de lo que sospechaba hace mucho: las mujeres escriben mejor. Un complejo programa informático desarrollado en las universidades americanas ya es capaz de detectar el sexo del autor de un texto con un 84% de fiabilidad. De momento el experimento se aplica a textos periodísticos de 300 palabras en cinco lenguas, pero los científicos confían en progresar a la ficción literaria y reducir el margen de error, sobre unas conclusiones contundentes: mujeres y hombres no escriben igual. Ellas tienen mayor riqueza léxica. Ellos tienden a una sintaxis más compleja o alambicada con profusión de cláusulas subordinadas y/o coordinadas y ellas, en cambio, a una sintaxis más clara o diáfana. Ellas presentan una mayor capacidad para conectar emocionalmente con el objeto del que escriben y ellos, por el contrario, conservan más la distancia o la frialdad sin implicarse. Y hay más, pero hasta ahí ya me vale, porque yo a eso lo llamo escribir mejor, ¿me equivoco?
Otro dato irrecusable: las mujeres leen más. Según las cifras de los últimos Barómetros de Hábitos de Lectura más del 65% de las mujeres lee en su tiempo libre, y ellos se quedan más de diez puntos abajo. Desconozco la proporción entre autoras y autores en la industria editorial española, pero sí tengo presente la cifra denunciada por Laura Freixas, presidenta de la asociación Clásicas y Modernas, de que el 85% de las críticas, reseñas y reportajes de todos los suplementos culturales va dedicados a libros escritos por hombres, y sólo el 15% del espacio restante se ocupa de las autoras. Y también recuerdo el escándalo y la polémica surgida en la última Semana Negra de Gijón porque entre todos los finalistas de sus prestigiosos premios a los mejores libros del año, en varios géneros y categorías, había un total de cero autoras mujeres. Y también conozco -un poco, no quiero pecar de soberbio- por dentro la industria editorial española y puedo asegurar, sin cifras en la mano, que la mayoría femenina en su brazo ejecutivo es abrumadora; aunque no por supuesto en el directivo, como en muchos otros ámbitos, donde ellos gobiernan y no hay ley de paridad que valga. Lo cierto es que si la industria española edita mucho y bien y además exporta al resto del mundo hispánico es gracias a ellas.
Así las cosas: ellas editan, escriben mejor e incluso leen más. Entonces, ¿por qué están en franca minoría en las estanterías, en los premios y distinciones, en los sillones numerados de las academias y en los de mando? La respuesta la conocemos todos. Pero para resolver esta cuestión, vergonzosa a estas alturas, se requiere algo más que un Día de las Escritoras o un Premio Planeta en manos de una mujer, Dolores Redondo, que eso está muy bien, pero no es suficiente.