Emperifollada…

De Memoria –

/ Carlos Ferreyra Carrasco /

El tío Leopoldo Carrasco, “político aguacatero” solía decirle un primo hermano, tenía un agudo sentido del humor, signo de una gran inteligencia y una grata, agradable existencia.

Propietario de la Imprenta Carrasco, que instaló en la parte posterior del salón de sesiones del PRI, planta baja de la Cámara de Diputados y de la Contaduría General de Glosa.

A unos les cargaba el costo de electricidad en tanto a otros los gastos de teléfono y operación, y se beneficiaba con la impresión con carácter exclusivo, de los talonarios de mercados y otros rubros de cobro in situ.

Siempre estuvo enchufado en cargos menores y como dirigente también de escaso nivel en el partido.

Con esos niveles no provocaba envidias y tampoco notaban el enorme negocio que significaba la imprenta. Los fines de año, imprenta y casa familiar se atascaba de impresos.

Había que foliarlos con sus respectivas copias y hacer los blocks con que los inspectores, realmente cobradores, recorrían la ciudad diariamente cobrando el derecho de piso municipal al comercio callejero, escaso, y de mercados públicos, abundante.

Un día convencieron al tío Leopoldo que aceptara una diputación federal, suplente de un querido político estatal, procedente de las filas magisteriales.

El susodicho legislador que aspiraba a gobernar la entidad, apenas concurrió a tomar posesión del cargo y de inmediato se dio de baja para volver al terruño a asumir el cargo como Secretario de Educación.

El plan era bueno, con el pretexto de vigilar estrechamente el cumplimiento de los planes de estudio y la capacidad para la enseñanza de los mentores, podría mantenerse en perpetuo movimiento.

Y de manera soterrada hacer campaña. Claro, nunca se le vino a la mente que estaba en la Encomienda Cardenista y que sólo las corundas del prócer eran buenas.

El caso es que el tío Leopoldo con su eterna botellita de Varón Dandy con la que se enjuagaba en las salutaciones populares, viajo a la capital.

Gran orgullo en la familia. Eran tiempos en los que un diputado era no sólo influyente sino hombre sabio y patriota, y los senadores comían en la mesa del Padre celestial y eran atendidos por las once mil vírgenes.

A los legisladores se les veía con unción y eran sujetos de un trato cuasi devocional. Era gente fuera del ámbito común y de hecho así se comportaban, tenían en gran estima su cargo.

Pues el tío Leopoldo llegó a la gran ciudad y se alojó en un hotelito en Motolina y 16 de septiembre. Se llamaba o se llama Alós y nos encantaba visitarlo por su delicioso consomé de guajolote y sus tortas iguales.

El gusto nos duro poco. Pasó un mes sin novedad, pasaron dos meses y el neolegislador fue a la Tesorería para pedir la cobertura de su alojamiento. Le respondieron que consultarīan con el líder. Pasó una semana sin respuesta, volvió a la Tesorería y reclamó su dieta. Lo miraron como se mira un desvalido; le informaron que el hotel no había sido aprobado.

Reclamó sus estipendios y con risas mal aguantadas lo enteraron que el diputado propietario haba cobrado completo lo correspondiente al primer año de ejercicios.

No se inmutó y aquí la versión es un poco torcida. Estaban en el bonito recinto de Donceles, así que subió un piso hasta la oficina del cabecilla, se introdujo entre protestas de las secretarias y el gesto de enojo del ocupante del despacho.

La conversación fue breve: a la pregunta sobre los dos asuntos, la respuesta fue inmediata, casi agresiva, “no, no hay nada para usted y ya veremos el próximo año”.

Ante el horror de los testigos, el diputado Carrasco le sugirió que el siguiente año viese el asunto “con su chin… madre” y que no volvería a pisar un sitio donde se permite no sólo robar, sino además se consideraba gracioso.

Se acabaron las tortas de pavo que por cierto todavía existen.

Ahora una explicación necesaria, recordé al tío Leopoldo cuando vi la foto adjunta, la señora, toda una Primera Dama, bañadita, emperifollada con su carita pintada, su peinado “de salón” como decía antes y sin caracolitos.

El vestido en un tono moradito como el que muestran las banderas que comienzan a sustituir a la enseña tricolor, y su señor esposo por fin con un traje a su medida, de buen corte y sin que le arrastren las valencianas. Una pareja real, digna del salón en que los fotografiaron.

El tío Leopoldo, burlista contumaz, cuando miraba a algunas mujeres encaminarse al salón de belleza, les comentaba que seguramente iban a que les alborotaran lo feas.

Al regreso y ellas echando tiros de bonitas, comentaba en tono de lamento: “qué bueno que el salón estaba cerrado, así por lo menos no gastaron”.

Cuatro años después a alguien le abrieron el salón. Felicidades…

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