*Tormentas y Esperanzas.
/Tamara San Miguel /
Si hiciéramos una lista de crímenes ordenados por gravedad, para el Estado mexicano los crímenes que se encontrarían en primer lugar serían los económicos. Esto quedó demostrado con el Operativo simultáneo del pasado 29 de junio en contra de una red de huachicoleo, mediante el cual se desarticuló a una de las organizaciones dedicadas al robo y venta ilícita de hidrocarburos que operaba en cuatro estados y que contaba con protección de autoridades federales, estatales y municipales. En esta jerarquización de crímenes para el gabinete de seguridad los crímenes graves son los que representan pérdidas económicas al Estado y las corporaciones, no los que atentan contra la vida e integridad de las personas, como la desaparición, ejecuciones, feminicidios, la trata de personas y la esclavitud bajo las más graves atrocidades en las escuelas de la muerte.
Si uno compara la contundencia con que se presentan avances en relación a la red de huachicoleo con los avances en el caso de Teuchitlán, meses después lo que podemos ver es que la respuesta estatal es, como lo dicen los colectivos de madres buscadoras, cotidianamente negligente, revictimizante y refleja una profunda inactividad y desprecio. El que reiteradamente se haya presentado el caso como un asunto de desaparición cometida por particulares, aunque claramente se está ante una estructura sumamente poderosa, que cada vez más parece estar protegida y encubierta por las presentes administraciones, es una ofensa. Refleja lo importante que es para el Estado no reconocer que éste es un problema de desaparición forzada, simplemente porque estuvieron involucrados agentes estatales y porque tuvieron conocimiento del caso desde por lo menos un año antes del hallazgo. No se reconoce como tal porque Sheinbaum esta defendiendo la investidura del Estado y ocultando así un crimen de Estado de escala mayúscula.
La importancia que da el Estado al huachicoleo demuestra que el acto de robar al Estado y a las empresas es lo que verdaderamente les causa un profundo agravio. No lo que hay detrás de esas redes de comercio, pues muchas veces están vinculadas a la trata de personas, desapariciones y ejecuciones. Son consideradas ilegales porque el permiso para explotar la gasolina es un gran negocio reservado a corporaciones nacionales, multinacionales y al propio Estado. Vemos el supuesto desmantelamiento de ese tipo de redes, pero no de redes de trata de personas ni de redes de esclavitud, crueldad y atrocidad hecha negocio. El modo en que se presentó mediáticamente el operativo deja ver las verdaderas prioridades: el interés privado-corporativo por encima de todo y la persecución de crímenes económicos para evitar pérdidas
En la escala de daños del Estado Mexicano son crímenes graves los que atentan contra los bienes estatales y corporativos y son daños menores los que terminan con la vida de personas, sobre todo si son de abajo. Las concepciones más viejas del crimen, las más tradicionales atribuyeron el daño a lo actos dirigidos contra el Estado, contra la seguridad y la propiedad. Es este modo de concebir el daño el que se ha reforzado. Así, las lógicas que se permiten son las que ocasionan actos atroces, las que se colocan con normalidad y con un fuerte discurso justificante, como la desaparición, la ejecución, la violación sexual, la tortura, el trabajo esclavo y las redes de trata de personas adultas y de menores, buscando así cierta pasividad social reforzada en gran medida por el miedo, el control social, la militarización y el militarismo que hemos visto fortalecidos con las recientes reformas legales.
Se ha configurado un orden profundamente capitalista y autoritario. La criminalización de la disidencia, de la movilización social, de la autonomía y de la desobediencia a órdenes inhumanas pone como enemigos a quienes en los hechos están defendiendo la vida y luchando porque no se pierdan los derechos que tanta sangre costaron y que en unos cuantos años se pretenden eliminar en nombre de la transformación.
La impunidad, que ahora se disfraza con la descalificación por excelencia de esta administración, lo que ellos llaman “politiquería”, ha reforzado la dinámica de ilegalidad garantizando la consecución de crímenes atroces de forma cotidiana. Así ocurrió con el caso del fugitivo Hernán Bermúdez Requena, acusado de ser el jefe del cártel “La Barredora” de Tabasco, que trabajó desde 1992 con los gobernadores Manuel Gurría Ordóñez, Roberto Madrazo Pintado y Manuel Andrade Díaz, todos priístas y que llegó a tener mayor poder con Adán Augusto López Hernández.
Independientemente de que es muy posible que el caso haya sido sacado a la luz por la mezquina y oportunista oposición que provocó ésta guerra y que desde ahí se esté buscando fortalecer una posible maniobra de Estados Unidos, el modo en que Morena decidió respaldar a Adan Augusto exhibe un modo mafioso de operar en el que se optó por protección antes que por una investigación profunda y cuidadosa.
El caso representa la colusión de autoridades de seguridad y procuración de justicia con esas estructuras criminales. Es grave no solo que nieguen el posible vínculo que el tiene con Bermudez Requena sino que lo traten como héroe o víctima cantándole al unísono “No estás solo” contribuyendo así a fijar en el imaginario social la percepción de los cómplices y perpetradores como víctimas y de las verdaderas víctimas como criminales. También llama la atención que al nombrar a la Operativa Barredora en el reciente escándalo se omita hablar del Cartel Jalisco Nueva Generación cuando parecían tener vínculos. Así este caso se vuelve otro elemento más de la impunidad estructural y fortalece las lógicas criminales que funcionan en las entrañas del Estado mexicano.
La naturaleza estructural y sistemática de la impunidad funciona junto con dinámicas de gestión diferencial de la legalidad haciendo que en la jerarquización de crímenes el asunto de la propiedad sea esencial para etiquetar y nombrar los crímenes. En esa dinámica la maquinaria necrocapitalista reparte etiquetas de criminales con profundo descaro. Y mientras se exonera sin previa investigación a un poderoso, se maquinan delitos como el tan usado “ataque a las vías generales de comunicación” contra defensores del agua como ocurre en el caso de Pascual Bermudez y Rogelio Flores. El trato diferencial es aberrante.
Si en sentido completamente contrario a esas lógicas hacemos desde abajo nuestra propia escala de crímenes (daños) ordenados por su gravedad no podríamos decir con facilidad cuál es el mayor crimen porque podemos de entrada reconocer que los crímenes graves son aquellos que nos dañan a todos y todas, a la humanidad toda, sí, a una humanidad rebelde, digna, desobediente, incomoda y sobre todo, solidaria. Sí podríamos tener claro que los daños más graves son los que se ejercen contra los cuerpos, la integridad física, la libertad individual y colectiva y contra nuestro derecho a ser pueblos, a vivir con dignidad. No los que se ejercen contra cosas, bienes, en suma, contra la propiedad. Por eso cuando las y los zapatistas nos hablan de la no propiedad nos están diciendo mucho. Es decir el daño mayor sería el que daña al común. Y así, como una danza nos acercamos a un muy otro ritmo a mirar el sureste mexicano que nos propone ir comprendiendo el común y que no sin dificultad ahí vamos captando poco a poco.
Así, lo dañino sería proporcional a la respuesta, a la solidaridad, a la rabia de remediar el daño para obtener, acaso, eso que se llama justicia.
Y dicho sea de paso enhorabuena por los 20 años de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona que en unos días se conmemora en territorio zapatista y seguramente inspiraciones que resuenan y reorganizan brotaran de nuevo. Las preguntas que desde entonces plantearon parecen cada vez más pertinentes para responder en nuestras geografías y espacios.