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/Juan José Rodríguez Prats/
“La justicia aparece con la venda sobre los ojos, más que para no ver, para hacerse la ilusión de no ser vista”. Piero Calamandrei
El capitalismo es el sistema económico más injusto, pero es el único que genera riqueza. Para funcionar, requiere de un Estado de derecho que proteja la propiedad y le dé operatividad a la economía de mercado. De esta manera se amortigua la concentración del ingreso y se evita el capitalismo salvaje. Muchos pensadores lo vieron como un mecanismo de explotación. Con el fortalecimiento del poder público, intentaron mayor equidad. Fracasaron al restringir la libertad. No distribuyeron bienes y sí atrofiaron cualidades intrínsecas a la condición humana de los gobernados.
Gracias al emperador Justiniano se elaboró el texto jurídico más influyente de la historia, el Corpus juris civilis (527-565), que junto al Código de Napoleón (1804) y las constituciones inglesa, norteamericana y francesa, constituyen el núcleo de la cultura occidental. Con esos principios se conformó el Estado moderno.
Enfoquémonos en lo nuestro. México asimiló estos antecedentes e hizo aportaciones propias (juicio de amparo) hasta llegar al documento que le dio el toque final, la Constitución de 1857: acta de nacimiento de las instituciones liberales, de las bases de los derechos humanos y la separación de poderes con una clara preeminencia del Poder Legislativo, que, a juicio de muchos juristas, entre ellos Emilio Rabasa Estebanell, no fue funcional.
La evolución desde entonces ha sido con adelantos y retrocesos. La Constitución de 1917 retornó a fortalecer al Poder Ejecutivo, sin abandonar nunca las ideas de la Ilustración: república federal, democrática, representativa y laica. Esos han sido nuestros fines sobre los que hoy se ciernen graves amenazas.
Ser legislador exige amarrar la verdad, la justicia y la norma. Si esa tarea no se asume con la más rigurosa responsabilidad, se cometen graves errores altamente perjudiciales para todos, gobernantes y gobernados. Lo hecho en los últimos meses rebasa los más elementales deberes éticos, políticos y jurídicos. No es una hipérbole. La Constitución se ha convertido en papel higiénico. Hace ya dos décadas, cuando la califiqué de bodrio y monserga, me criticaron. Hoy afirmo que me quedé corto.
Hacer justicia es la más importante y difícil función del Estado. Pensar que con elegir jueces se va a mejorar su desempeño, no tan solo es una descomunal ilusión, sino una soberana estupidez.
Organismos acreditados internacionalmente ubican a México en los últimos lugares en la percepción de corrupción, Estado de derecho. Además, se nos considera un régimen híbrido; esto es, una mezcla de autoritarismo y democracia.
La mentira no es compatible con la ley y su observancia. Hacer una norma que se sabe no va a ser cumplida desde el inicio de su vigencia es un engaño al pueblo con fatales consecuencias.
El Estado mexicano no tiene capacidad ni voluntad para investigar delitos y llevar al delincuente ante el juez. Esa tarea corresponde al Poder Ejecutivo. La solución consiste en asumir deberes.
El gobierno está empecinado en implementar políticas insuficientes. Al tiempo que se cometen delitos, a los deudos solo les queda rezar. Mientras tanto, con singular prisa, se presentan iniciativas de ley. La verborrea legislativa ha degenerado en diarrea de ordenamientos inútiles.
Si nos abocamos a cotejar números de sexenios del siglo pasado, el de Adolfo Ruiz Cortines es el que sale mejor librado. Menos violencia, menos corrupción, menos inflación, mayor desarrollo, menos discursos y menos reformas. Solamente en una ocasión se modificó la Constitución en sus artículos 34 y 115 para reconocer el voto a la mujer. Puede considerarse como un presidente aburrido, pero hizo su tarea sin estridencias.
Guillermo Hurtado escribe: “La humanidad sufre el desencuentro con la verdad”. Nosotros lo vivimos con las mañaneras de las mentiras.