* Por: Irene Montero
Es muy sencillo. Dos personas se besan si las dos quieren. Si hay consentimiento. Todo lo demás, es decir, cualquier acto de naturaleza sexual no consentido, es una agresión sexual.
Esto, a propósito de los hechos registrados en la celebración de la final de fútbol. En un video, publicado en redes sociales, se muestra al seleccionador español, Jorge Vilda, tocando de forma inapropiada a una integrante de su equipo.
Esto que las feministas llevamos décadas peleando ya no lo decimos solo las feministas, porque gracias a la lucha de las mujeres ahora es también un mandato de obligado cumplimiento para todos los países que, como España desde 2014, ratificamos el Convenio de Estambul, tratado internacional de Derechos Humanos en materia de violencia contra las mujeres.
Lo que no se nombra, no existe. Lo sabemos bien las feministas. Por eso es tan importante llamar a las cosas por su nombre. Desgraciadamente, lo que hemos visto no es sólo un acto machista intolerable o bochornoso, no es únicamente una actitud sexista, una vejación o un abuso de poder: es violencia sexual. Si no lo llamamos por su nombre, las propuestas, soluciones o medidas serán inadecuadas. Si no lo llamamos por su nombre, tendrá muchas más posibilidades de quedarse en nuestra memoria como algo anecdótico, y no como la realidad cotidiana de muchas mujeres que también tienen derecho a que hablemos de las violencias machistas y, especialmente, de que despleguemos todas las estrategias institucionales, sociales, culturales y políticas para construir vidas libres de violencias. Si no lo llamamos por su nombre, violencia sexual, podremos conseguir ahora que Rubiales dimita o sea cesado, pero otros millones de besos no consentidos seguirán quedando en la impunidad.
Las violencias sexuales son una realidad estructural en nuestra sociedad que, aunque cada vez menos, permanecen profundamente invisibilizadas y normalizadas. Según la Macroencuesta de 2019, una de cada dos mujeres ha sufrido algún tipo de violencia machista a lo largo de su vida. Hay muchos tipos de violencias sexuales, desde las que generan más alarma social, como las violaciones grupales, hasta las de menor intensidad, que precisamente por ello cuesta también más visibilizar y denominar como tal: un tocamiento no consentido en el transporte público, que tu jefe te manosee abusando de su relación de poder contigo o un beso no consentido. Todas las violencias están interconectadas entre sí, conforman un continuo, y comparten una misma raíz, no son violencias aisladas y no pueden entenderse ni abordarse las unas sin las otras.
¿Pero cómo puede ser que las violencias sexuales estén tan normalizadas e invisibilizadas en nuestra sociedad? Nerea Barjola es seguramente la compañera feminista que con más detalle ha explicado en qué consiste la cultura de la violación. En su texto Microfísica sexista del poder, analiza el momento de control de los cuerpos de las mujeres, y con ello de sus vidas, que surgió como consecuencia del tratamiento social y mediático del crimen de Alcasser. Cultura de la violación son una serie de mandatos, de falsas creencias, de normas no escritas, de formas de entender lo que puede y lo que no puede pasar en los contextos sociales, de lo que debemos y no debemos hacer las mujeres… Lo que coloca permanentemente los cuerpos de las mujeres en un territorio de conquista para los hombres, que sitúa la sexualidad de los hombres como un derecho que pueden ejercer sobre nuestros cuerpos. De ahí que, como explica Vicky Rosell, inicialmente señaláramos que “no es no”, como si la presunción inicial fuese que el cuerpo de cualquier mujer está a disposición del hombre, salvo que digamos claramente que no. Y del “no es no”, hemos pasado al sólo “sí es sí”, porque de lo que se trata es de cambiar esa cultura de la violación por una del consentimiento, en la que el derecho a la libertad sexual está garantizado para todas las personas, particularmente para todas las mujeres y, por tanto, sólo hacemos aquello que queremos hacer, también en el ámbito sexual.
Precisamente por ello han sido y son tan importantes los movimientos de visibilización de las violencias, de construcción colectiva de una realidad que todavía hoy muchas mujeres viven desde la soledad, la vergüenza o la culpa, asumiendo las violencias sufridas como si fueran un problema individual e incluso responsabilidad suya, cuando se trata de una realidad estructural en todas las sociedades y, por tanto, violencias que sufrimos las mujeres por el hecho de ser mujeres. No hay un perfil de víctima. El perfil es ser mujer. Tampoco hay perfil de agresor. El perfil es el machismo. Movimientos como el MeToo, el YoSíTeCreo, el Cuéntalo y, por supuesto, las movilizaciones contra la sentencia de La Manada, permitieron que muchas entendiéramos y pudiéramos por fin contar que lo que nos había pasado también les había pasado a otras, que las violencias sexuales son una realidad estructural y que el Estado y todas las instituciones tienen la obligación de articular medidas de prevención, detección precoz, protección integral y reparación a todas las víctimas, además de la persecución eficaz contra los agresores. Y la cuestión más importante, estos movimientos, impulsados desde el feminismo organizado en las entrañas de nuestras sociedades, provocaron un cambio de paradigma de dimensiones tan profundas como para hacer tomar partido a los sectores más reaccionarios del Estado tras su traducción legislativa en la Ley Orgánica 10/2022, de garantía integral de la libertad sexual, la Ley del “Solo sí es sí”.
El cambio de paradigma consiste en reconocer que el consentimiento es el centro de nuestras relaciones sexuales y afectivas. Que, por lo tanto, lo que determina una agresión sexual no es la cantidad de violencia o intimidación que se ejerza para cometerla -o que se consiga demostrar en un juzgado- sino exclusivamente, y lo subrayo, exclusivamente, la ausencia de consentimiento.
Claro, decirlo parece sencillo. Pero poner el consentimiento en el centro significa reconocer que acciones que hasta ahora se consideraban normales, o algo desgraciadamente cotidiano, son violencia. Como un beso no consentido o tocar a una mujer sin su consentimiento en el transporte público. Poner el consentimiento en el centro significa pedirle a una sociedad entera, a su sistema judicial, a sus poderes mediáticos, al conjunto de personas que la habitan, que deje de mirar para otro lado cuando un tío le toca el culo a su sobrina, que lo que hasta ahora no era para tanto, ahora no sólo merece atención sino que se llama violencia. Significa que nos dejen de decir exageradas cuando no consentimos que nos “roben” un beso. Significa que nos dejen de insultar y colocar en el lugar de las “malas mujeres” si primero tonteamos y después decimos que hasta aquí. Significa aceptar que sí, que también se dan violencias sexuales entre un hombre y una mujer que mantienen una relación sentimental, que tu marido puede ser también tu agresor sexual, que, de hecho, la mayoría de las agresiones sexuales no se cometen por parte de desconocidos que nos asaltan en un callejón oscuro a altas horas de la madrugada, sino por parte de hombres conocidos e incluso cercanos a las mujeres que sufren las agresiones: familiares, compañeros de trabajo, amigos.
En estos días muchísimas personas insinuan o piden la dimisión de Rubiales como consecuencia ejemplar ante una violencia sexual retransmitida en directo en toda España, y que nos avergüenza ante el mundo justo cuando nuestra selección femenina de fútbol es nada menos que campeona del mundo. Al menos esto es una prueba de que nuestra sociedad ya no tolera la normalización de las violencias sexuales, esto es una prueba de que nuestra sociedad ha entendido que solo sí es sí, incluso antes que algunas de sus instituciones. Yo también pienso que Rubiales debe dimitir o ser cesado. Pero, honestamente, me parece más importante que identifiquemos ese beso no consentido como violencia sexual. Que nadie en nuestra sociedad dude de cómo llamarlo y que, ante cualquier tipo de violencia sexual que sospechemos o conozcamos, sepamos que nuestra responsabilidad es proteger a la víctima y garantizar sus derechos, sin culpabilizarla y aunque decida no denunciar, y combatir la impunidad del agresor. Porque besos no consentidos, tocamientos no consentidos, y violencias sexuales de mayor intensidad sufren millones de mujeres cada día, y necesitamos que este momento de reflexión social nos permita avanzar a todas en la lucha contra las violencias machistas.
Acabar con las violencias machistas, garantizar vidas libres de violencias y el derecho a la libertad sexual de todas las mujeres es una tarea urgente e ineludible de nuestra democracia. Acabaremos con las violencias sexuales cuando desarrollemos la Ley Sólo Sí es sí hasta garantizar a cada víctima de violencia sexual su derecho a la detección precoz, la atención integral (psicólogas, abogadas, trabajadoras sociales especializadas, y sin necesidad de poner denuncia) y su forma particular de reparación, individual y colectiva. Acabaremos con las violencias sexuales cuando los poderes mediáticos dejen de relativizar las violencias sexuales, cuando sea imposible ver en prime time una entrevista a un posible agresor sexual culpabilizando a la víctima por lo que hizo o como vestía o señalando que la ausencia de heridas en la vagina nos impide hablar de una agresión sexual. Acabaremos con las violencias sexuales cuando la educación sexual integral sea un derecho ejercido por todos los niños, niñas y niñes en todas las etapas educativas. Acabaremos con las violencias sexuales cuando dejemos de situar en las mujeres víctimas la responsabilidad de denunciar, y ante una agresión las juzguemos a ellas por si denuncian o no (bajo la falsa presunción de que si no denuncian, no será para tanto), si están más o menos felices o cómo afrontan su proceso de reparación ante las violencias sufridas. Cuando pongamos el foco en garantizar los derechos de las víctimas aunque no pongan denuncia y en acabar con la impunidad de los agresores (en España, solo el 8% de las mujeres denuncian las violencias sexuales sufridas, y de ellas solo un tercio obtiene una condena efectiva para su agresor, es decir, que la mayoría de agresores sexuales en España, por desgracia, no han pisado una comisaría o un juzgado, no digamos ya una cárcel, en su vida)
Y permítanme decir algo más. Acabaremos con las violencias sexuales cuando consigamos de nuevo que el consentimiento sea también el centro del código penal. En plena ofensiva contra la Ley Solo sí es sí dijimos muchas veces que lo que ocurría era un problema de aplicación de la ley, producto del profundo cambio de paradigma en la definición del delito de agresión sexual que suponía. De hecho, dos tercios de los juzgados de nuestro país, y también la Fiscalía General del Estado, han interpretado la Ley de acuerdo a la voluntad del legislador, frente a un tercio que la ha aplicado de otra forma. Quizá este sea también un buen momento para entender algunas cosas. Como que el cambio de paradigma realmente era profundo, también en el ámbito penal. Porque ya no era la violencia o la intimidación probadas ante un juzgado lo que definía la agresión sexual, sino exclusivamente la ausencia de consentimiento. No es casualidad que quienes defendían volver al esquema penal anterior, introducir de nuevo la violencia o la intimidación como elementos definitorios de la agresión y no como circunstancias agravantes, lo hacían reconociendo que ninguna reforma del texto legal, ni la que se hizo ni ninguna otra, podría revertir las decisiones judiciales de rebajas de penas que, aunque minoritarias, crearon una enorme alarma social. Y a pesar de saberlo, defendían modificar la ley para volver al esquema penal anterior, aunque no impidiese las rebajas judiciales de condenas, con argumentos como que “probar la violencia es sencillo” -cuando según indican los datos disponibles el 85% de las víctimas no consiguen probar la existencia de esa violencia- o que era ir demasiado lejos castigar cualquier acto sexual no plenamente consentido como señalaba el penalista Javier Álvarez al preguntarse, en prime time, si con el consentimiento en el centro un hombre debía despertar a su mujer.
Las mujeres tenemos derecho a vidas libres de violencias machistas. Acabar con la cultura de la violación y construir en su lugar una cultura del consentimiento que practiquen todas las personas, que puedan ejercer especialmente todas las mujeres. Desplegar la Ley Solo sí es si en su integralidad, pues es la primera ley que obliga al Estado a dar protección a todas las víctimas de violencias sexuales, incluidas las víctimas de trata y explotación sexual, desde la prevención y la detección precoz, pasando por la atención integral y la reparación de cada una de ellas. Y todo ello sin necesidad de poner denuncia, como mandata el Convenio de Estambul. Devolver el consentimiento al centro del Código Penal. En lo cotidiano, asumir que no podemos ya mirar para otro lado. Que es responsabilidad de toda la sociedad actuar frente a las violencias machistas no solo cuando el agresor es un extraño al que no conocemos de nada, sino también cuando le tenemos más cerca. Y desde las instituciones, no olvidar nunca que ya no es una opción, sino una obligación, combatir las violencias machistas y garantizar a todas las víctimas todos sus derechos.
Artículo original publicado en Canal Red.