Eduardo Caccia
A pocos días de haber sido lanzada, El juego del calamar se ha convertido en un fenómeno de audiencia en más de 90 países. La serie coreana ha contagiado su popularidad del mismo modo que se propagan los virus en una epidemia. Mi abordaje no es tanto hacer una reseña sino analizar por qué una historia con sus características se vuelve “viral” y se integra a una práctica social. No divulgaré aspectos clave.
Se trata de un grupo de adultos que concursan en juegos infantiles para ganar un sustancial premio monetario, pero con consecuencias mortales para los perdedores. Una de las características es la violencia gráfica que se proyecta como parte del recurso narrativo. Surgen varias interrogantes, cuyas respuestas nos revelan aspectos de nuestra naturaleza. ¿Por qué la violencia tiene tanto magnetismo para los seres humanos?, ¿deberían prohibirse las historias con alta dosis de violencia?, ¿este tipo de contenidos produce violencia en la vida real?, ¿afecta por igual a todos los países?
Las personas que compiten en este inusitado juego comparten una característica: están ahogados en deudas, les atrae la posibilidad de “arreglar su vida” si obtienen el premio (unos 38 millones de dólares). Muchos de los competidores deciden correr el riesgo de la competencia en virtud de que su vida actual no tiene perspectivas de mejora. Sin duda la serie hace una crítica al capitalismo voraz y en cierta forma retrata lo que viven algunos quienes deciden incursionar en actividades delictivas, que prefieren el riesgo de morir violentamente a que sus vidas sigan igual, en la desesperanza y la pobreza.
La serie ofrece un magnetismo visual y personajes con profundidad psicológica. El estímulo sensorial tiene como punto culminante la sangre. Hay estudios que muestran el impacto negativo de este tipo de acciones en los espectadores, así como otros que muestran lo contrario. Me parece que la apología de la violencia, como recurso para el rating, debería estar sujeta a restricciones considerando el contexto social de los lugares donde se exhibe. No es lo mismo cómo lo asimila la sociedad sueca, por ejemplo, a la sociedad mexicana, inmersa en la violencia del narcotráfico. Además, aunque las clasificaciones restrictivas se supone que toman en cuenta la edad de los espectadores, es también muy importante considerar el grado de madurez de una persona que ve un programa de esta naturaleza. Aunque existe una clasificación “MA” de Audiencias Maduras, es complicado medir el nivel de madurez.
Eventualmente la apología de la violencia y el delito (como las series de narcotraficantes) tienden, si no a normalizar estos fenómenos, sí a verlos como algo que ya no sorprende, se insertan en la cotidianidad. Lo que hoy puede ver un niño o un adolescente no tiene comparación con lo que se consideraba restrictivo hace décadas. Recuerdo que cuando era niño me prohibieron ver la cinta El exorcista. Las polémicas escenas de esa película palidecen ahora contra contenidos mucho más fuertes a los que niños y jóvenes tienen acceso con poca o ninguna restricción.
Así como Twitter se beneficia con el odio, Netflix lucra con la violencia. ¿En qué momento será conveniente poner un alto a estas poderosas plataformas que, en lugar de fomentar una mejor sociedad, ganan con la degradación? El algoritmo dirá que la fórmula infalible para el rating es la cantidad de sangre.
Hay quienes postulan que ver contenido violento nos atrae porque es la manera que tenemos de experimentar eventos que no conocemos en la vida real. Como sea, El juego del calamar es mucho más que una historia de ficción con violencia. Tiene una profundidad filosófica y encrucijadas morales muy interesantes que nos invitan a reflexionar si el dinero nos arregla la vida, sobre la amistad, la complicidad, las lealtades, el rol de un líder, el trabajo en equipo, la estrategia por encima de la fuerza, el dominio de las pasiones, la vuelta a los impulsos primitivos de supervivencia y más.
El juego del calamar corteja la naturaleza humana, en sus lados oscuros y brillantes. Auguro que a algunos les ayudará a consolidar sus convicciones y valores, para otros puede ser perturbadora. Aún así, no creo que supere la realidad. Al menos podemos sentirnos seguros como espectadores.