/ Pascal Beltrán del Río /
El Grito de Independencia es una tradición popular, un festejo cívico y una ceremonia del Estado mexicano. Es las tres cosas.
La noche del 15 de septiembre, los mexicanos comemos pozole con tostadas y acudimos a la plaza principal del lugar donde vivimos para homenajear a los Héroes que nos dieron Patria y Libertad.
Pero el Grito es también una de las 38 ocasiones —de acuerdo con la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales—que nuestro lábaro tricolor debe ondear en los edificios públicos y una de las cuatro en que el Ejecutivo debe ceñirse la banda presidencial. Es un acto oficial.
Hay países en los que la fiesta nacional más importante es el cumpleaños del monarca o el aniversario en que éste subió al trono.
Por ejemplo, en Países Bajos, es el Koningsdag, Día del Rey. En esa fecha, a fines de abril, las calles del país se pintan de naranja, el color del estandarte de Guillermo I de Orange.
En México, no tenemos monarca. Quizá una de las razones por las que el Grito adquirió preeminencia sobre el aniversario de la Consumación de la Independencia es que éste coincide con el natalicio de Agustín de Iturbide, el libertador vuelto emperador, personaje polémico de nuestra historia.
Ayer, el presidente Andrés Manuel López Obrador decidió que él sería el único protagonista de las Fiestas Patrias. Igual que hizo el 1º de septiembre, al trasladar el discurso de su Quinto Informe de Gobierno a Campeche, para poder inaugurar allí los recorridos de su Tren Maya, el tabasqueño se tomó la atribución de no invitar a los poderes Judicial y Legislativo a la ceremonia de los Niños Héroes y anunció que lo mismo hará para el Grito. E igual será, supongo, para el desfile militar del día siguiente.
Los actos conmemorativos del inicio de la Guerra de Independencia son de Estado. O, al menos, así lo han sido históricamente. No son la fiesta del Presidente, por más que sea él quien dirija los vítores a los Insurgentes y quien dé la autorización para que se ponga en marcha el desfile.
En su conferencia mañanera, López Obrador dijo que sólo participarán en dichas ceremonias “una representación del gobierno, del Ejecutivo, muy limitada y austera”. Y agregó: “Nada de la parafernalia de antes”.
—Pero en otras ocasiones estuvo el ministro (Arturo) Zaldívar (expresidente de la Suprema Corte de Justicia) y algunos representantes del Legislativo, le comentaron.
—Pero es que ya han cambiado las cosas. No tenemos buenas relaciones —es público, es notorio, es de dominio público— con el Poder Judicial, porque se han dedicado a actuar en contra de la transformación, alegó el mandatario.
Así, sin mayor explicación, el Presidente cortó de los festejos al Poder Judicial, pero también al Legislativo, justo cuando éstos son encabezados, por primera vez en la historia, por tres mujeres: la ministra Norma Piña, la diputada federal Marcela Guerra Castillo y la senadora Ana Lilia Rivera. Ésta última es, además, militante de Morena.
El año pasado, estuvieron en el Altar a la Patria, en Chapultepec, el ministro presidente Arturo Zaldívar, el diputado Santiago Creel y el senador Alejandro Armenta. Ayer, sólo estaba representado el Poder Ejecutivo.
Recordemos que en el aniversario de la Constitución, el 5 de febrero pasado, los titulares de la Suprema Corte y la Cámara de Diputados, Norma Piña y Santiago Creel, fueron movidos a un extremo de la mesa de honor antes de que llegara el presidente López Obrador al Teatro de la República, en Querétaro. Ahora se ha dado un paso más para hacer de las ceremonias de todos los mexicanos, las fiestas de un solo hombre.
La división de Poderes tiene el objetivo, por diseño, de que unos prevengan la arbitrariedad de otros. Limitar al Ejecutivo es parte de la función del Poder Judicial. Al Presidente le puede caer mal quien encabeza la Corte, pero eso no lo autoriza a convertir una ceremonia de Estado en un festejo privado.