Fiscalías implosionadas II: ¿Hay luz al final del laberinto?

*Escrito por Lucía Melgar Palacios.

La reforma judicial que las autoridades justifican como medio para garantizar el acceso a la justicia achaca a juezas y jueces de todos los niveles las fallas y vicios que favorecen la impunidad y la corrupción.

Casos como el de María Elena Ríos muestran, en cambio, la necesidad de examinar el desempeño de fiscalías, juzgadores locales, magistradas y magistrados y tribunales diversos para determinar si y dónde hubo ineptitud, corrupción o buen juicio. Sin diagnóstico previo del funcionamiento del proceso de procuración de justicia, en las fiscalías, y del sistema judicial que la imparte, lo que se pretende es tirar la casa, improvisar otra, sin examinar siquiera los cimientos.

Como explica Irma Saucedo en entrevista para estas columnas, las víctimas que acuden a la Fiscalía de la Ciudad de México, en busca de justicia quedan atrapadas en un laberinto burocrático, empedrado de maltrato, deficiencias y desdén.

Sus expedientes engordan sin que las pruebas sean necesariamente sólidas o suficientes. Se ha logrado, por ejemplo, incorporar al proceso peritajes psicológicos y socio-antropológicos que, bien hechos, aportan información para entender la historia de una mujer violentada por su pareja y sus consecuencia. No obstante, cuando son deficientes o revictimizantes (como los primeros del caso Lesvy), o cuando son útiles pero se integran mal al expediente, no sirven para la defensa de la víctima (injustamente perseguida) ni para la estrategia legal contra el violentador. “Quedan en un hoyo negro”.

Un expediente mal integrado frustra en muchos casos la anhelada obtención de justicia porque, si la jueza o juez encuentra, por ejemplo, contradicciones, falta de pruebas… lo devolverá a la fiscalía para que corrija. Esto no es fácil cuando en él se han acumulado todo tipo de errores y vicios que, insiste la socióloga feminista, podrían haberse evitado o corregido antes, si se hubieran supervisado las distintas etapas previas a la judicialización. La víctima ve con espanto cómo dos o tres años de persistencia y resistencia se van a la basura. La fiscalía, por su parte, señala “con dedo flamígero” al juez y éste al Ministerio Público. Mientras nadie le pida cuentas a la fiscalía, nada cambiará, afirma.

Sucede también que el MP y el juez son ambos ineptos, incapaces, por ejemplo, de entender un caso de violencia doméstica, sexual o vicaria, “un desastre para las víctimas”, señala Saucedo. Fue el caso de una mujer acusada de asesinar a su hijo, a la que ella dio acompañamiento. La mujer había sido secuestrada con un hijo, encerrada y luego embarazada por un hombre que la maltrató. Este casi mató al hijo de ella, aventándolo contra la pared, y sólo accedió a llevarlo al hospital si ella se inculpaba.

El niño vivió pero quedó con graves secuelas. El MP aceptó la autoinculpación, el juez “tomó tal cual el expediente”, ignoró la ausencia de mecánica de hechos (sin considerar siquiera que ella estaba embarazada) y el secuestro. Condenó a la mujer. Afirmó incluso que “hasta una hiena defiende a sus hijos”. Para apelar ante la instancia judicial superior, se integró al expediente una explicación del síndrome de Estocolmo y de la necesidad de analizar el caso desde la perspectiva de género, elemental cuando se trata de violencia doméstica y sexual. Esta mujer encontró justicia pero ¿cuántos casos sin acompañamiento profesional, no mediáticos, quedan en la sombra? ¿Cuántas mujeres son encarceladas injustamente? ¿Cuántos culpables quedan libres?

Las injusticias que expone Saucedo afectan a las víctimas de delitos y violencias que, por obligación, el Estado debe prevenir, sancionar y reparar. Ni siquiera hablamos aquí de presuntos culpables, también expuestos a la violencia institucional del sistema en su conjunto y que sufrirán incluso más con la planeada ampliación de la prisión preventiva oficiosa.

Si a las autoridades les interesara la justicia, señala Saucedo, deberían instrumentar un proyecto para rearmar las fiscalías, aumentar los recursos para contratar personal suficiente y capacitarlo sin simulaciones, sistematizar la supervisión de casos y la revisión aleatoria de éstos. Con un diagnóstico serio de las fiscalías se podría detectar la ineficiencia o corrupción; sabríamos cuántos casos se han judicializado y resuelto, cuántos no y por qué. Sabríamos si el problema son los/as juzgadores/as o las fiscalías. Entonces sí podría diseñarse una reforma que sirva a la sociedad.

¿Cómo sería ese diagnóstico? Irma Saucedo lo tiene claro. Para ella, se necesita un plan en dos etapas: un análisis del funcionamiento de las fiscalías, seguido de reformas, y otro (en parte simultáneo) del trabajo de las y los juzgadores, también seguido de cambios.

Contra la burocratización y la falta de supervisión –principales fallas en la procuración de justicia, ella propone una supervisión sistemática de los casos, de modo que se eviten o corrijan las deficiencias en los expedientes.

Contra la incapacidad o corrupción de las y los Ministerios Públicos e integrantes de las fiscalías, una revisión aleatoria permitiría detectar los errores u omisiones recurrentes, sus causas y las y los responsables. Este primer diagnóstico, en un plazo de cinco años, permitiría corregir las fallas y capacitar, sancionar o remover a quien(es) corresponda. Como ha afirmado Saucedo en otro contexto, hay funcionarios/as que, si acaso, “deberían ocuparse del robo de autos”, no de víctimas de violencia.

También podría saberse por qué se judicializan o no los casos, si se debe a mal procedimiento de la fiscalía o a arbitrariedades de la juez o juez. Así se detectaría también a las y los buenos o malos juzgadores. Con base en este diagnóstico, se podría plantear una reforma estructural de las fiscalías y proponer uno más profundo del poder judicial (que, añado, complementaría los análisis de sentencias que ya hacen academia y ONGs).

Al cabo de diez años podríamos tener fiscalías que sirvan y un mejor poder judicial, capacitados, eficientes y obligados a rendir cuentas. Diez años puede parecer eterno pero llevamos más de una década esperando a que se cumpla realmente, por ejemplo, la sentencia del Campo algodonero.

Como el trabajo a nivel nacional sería enorme, Irma Saucedo imagina este programa como un plan piloto para la Ciudad de México que luego podría aplicarse a los estados. Se trataría en un sentido de un plan de acción que, en mi opinión, el próximo gobierno podría instrumentar. Su éxito dependería, sin duda, de la determinación de las autoridades de cambiar y corregir todo lo que está mal y de fortalecer lo que funciona, sin quedarse en reparaciones estéticas, superficiales, que, señala Saucedo, sólo favorecerían la reproducción del sistema, aun cambiando a la mayoría del personal, porque las fallas son estructurales.

Quizá sólo “es un sueño”. Pero, como no cambiar nada, o poner parches, es mantener un sistema decadente que agravia a la sociedad, por lo menos nosotras (y las futuras autoridades) debemos saber que sí hay opciones, gracias a personas y organizaciones competentes.

Mientras tanto, por la falta de visión de Estado de nuestros gobernantes, seguimos preguntando por promesas incumplidas, como la base nacional de datos biométricos y de ADN, o por medidas evidentes, como la evaluación de las múltiples capacitaciones en Perspectiva de Género y Derechos Humanos, impartidas a miles de funcionarias y funcionarios de las fiscalías y del poder judicial.

A la luz de la cerrazón y la prisa del Ejecutivo y de la mayoría legislativa, hoy sobre todo, hay que preguntar(nos): ¿Para qué y para quiénes una reforma judicial improvisada, contraria al sentido de la Constitución y la Justicia?

Cimac Noticias.com