*Mis proyecciones en el espejo.
/ Por Paula Roca /
Un día, Franco llegó a casa desolado. En la empresa donde trabajaba le habían notificado que no recibiría el ascenso tan prometido y esperado desde hacía ya un par de años.
Al abrir la puerta, vio por el reloj del vestíbulo que era muy tarde. El silencio reinaba. Toda su familia ya dormía.
A la mañana siguiente era sábado. En casa también reinaba la emoción, pues era costumbre que Franco llevara a su esposa y a sus hijas a pasear cada fin de semana. Sin embargo, algo en él era distinto. Su expresión lo decía todo: no estaba de humor. Aunque su esposa intentó suavizar la situación, no logró revivir su ánimo. Durante el desayuno y más tarde en el restaurante, él permanecía callado, ausente, apenas prestando atención a sus hijas.
Al notar su estado, su esposa decidió regresar temprano a casa. Pensó que quizá, con el paso de los días, el enojo o malestar se le pasaría.
Esa noche, la hija mayor, Mónica, se acercó con ternura al sillón donde su padre miraba la televisión. Lo abrazó por la espalda y le dijo:
—Papá… sé que pronto es tu cumpleaños. Quiero saber qué es lo que más deseas, para regalártelo.
Franco, sin apartar la vista del televisor, respondió casi en automático, con voz casi apagada:
—Un coche rojo… eso quiero.
Y volvió a su mutismo.
Mónica se quedó pensativa. No entendía porqué su papá actuaba así, pero en su corazón sólo pensaba en una cosa: “Voy a hacerlo feliz”.
Corrió a su cuarto, rompió su alcancía y guardó sus monedas en una bolsita. Al día siguiente, le pidió a su mamá que la llevara al centro comercial. “Necesito comprar algo muy importante”, le dijo con seriedad. La madre, curiosa, accedió.
Una vez en la tienda, Mónica fue directo al área de juguetes. Frente al mostrador, pidió a la encargada:
—¿Me puede enseñar todos los coches rojos que tenga, por favor?
Su madre, al escucharla, no pudo evitar enternecerse. Comprendió en ese instante la intención de su hija y sintió una oleada de amor y nostalgia.
Después de ver varias opciones, Mónica encontró el indicado: un cochecito rojo con un Mickey Mouse sonriente al volante. “Este es perfecto”, pensó. “Papá va a sonreír otra vez”.
Al llegar a casa, lo envolvió con cuidado y lo escondió en su clóset. Cada día lo revisaba en secreto, contando las horas para darle esa sorpresa que, según ella, devolvería la alegría a su padre. A veces, murmuraba para sí: “Qué complicado es el mundo de los adultos”.
Finalmente, llegó el esperado cumpleaños. Era fin de semana y desde temprano la madre organizaba todo para recibir a la familia. Las niñas entraron al cuarto entonando las mañanitas y Mónica, con el corazón en la mano, le entregó su regalo.
—Papá… compré esto para ti. Espero que sea lo que deseabas… y que vuelvas a sonreír.
Franco abrió la pequeña caja. Al ver el coche rojo con Mickey Mouse al volante, una emoción profunda lo invadió.
—¡Mira, papá! —dijo Mónica—. Lo maneja Mickey, ¿te acuerdas? El que conocimos en Disney el año pasado.
Franco la abrazó con fuerza.
—Sí, mi amor. Es el regalo más bonito que me han dado. Y sí… era el coche que quería.
Afuera de la recámara, la madre no pudo contener las lágrimas. Aquella escena, tan sencilla como poderosa, le recordó que el amor más puro vive en los gestos más pequeños.
Con el paso de los años, las hijas se fueron a estudiar lejos. Los padres se mudaron a una casita más pequeña, en las afueras de la ciudad. Una tarde, la madre llamó a Mónica para darle la peor noticia: su padre había fallecido.
Ella y su hermana regresaron lo más rápido posible. En medio del dolor y la incredulidad, la madre les explicó que Franco, pese a ser un hombre trabajador y dedicado, nunca expresó del todo sus emociones. El infarto lo sorprendió en silencio, como muchas veces había callado sus penas.
Mónica comprendió entonces el valor de hablar, de no guardarse lo que duele. Recordó cómo su padre siempre pareció fuerte… pero sus ojos tenían una tristeza sutil, como si escondieran un dolor antiguo.
Al llegar a la casa, la madre les entregó algunas pertenencias del padre. Mónica, al entrar en la recámara, se detuvo en seco. Se llevó las manos a la boca. No podía creer lo que veía sobre el buró: ahí, intacto, estaba el cochecito rojo.
Lo tomó entre sus manos y se desbordó en llanto. Ese pequeño objeto de colección encerraba todo el amor que no se dijo, pero siempre estuvo. Aquel coche, testigo silencioso de un vínculo eterno, se convirtió en su tesoro más sagrado.
Hoy, aún lo conserva. Tiene un lugar especial en su casa. Y cada vez que lo mira, Mónica vuelve a sentir el abrazo de su padre… desde el cielo.
“A veces, un pequeño regalo guarda el amor más grande y nos devuelve sonrisas que el tiempo parecía haber borrado.”