Gabo nunca hablaba mal de nadie… Recuerdos 10 años después de su muerte : Zheger Hay Harb

  • * García Marquéz murió el 17 de abril en México 2014.

Foto/García Márquez / Zheger Hay Harb

Por:

Foto/García Márquez / Zheger Hay Harb

Por: Zheger Hay Harb

Bogotá, 19 abril (Notistarz).- No fue una muerte sorpresiva: desde hacía días sabíamos que el fin se acercaba, pero aun así resultaba difícil acostumbrarse. También había sido difícil, a lo largo del último año, aceptar que ya no era el mismo.

La vida se le extraviaba y los años le cayeron de pronto todos juntos. Pero también se había liberado de las obligaciones que se había autoimpuesto para ayudar a mejorar el mundo, se hacía cada día más dulce, más alegre, y quería estar siempre con amigos, salir adonde hubiera música, fiesta.

Lo conocí poco después del Nobel, cuando yo estaba asilada en México. Al día siguiente de haber conversado telefónicamente por primera vez, me recogió en mi apartamento y me llevó a su casa. Desde ese día me pregunto por qué merecí la suerte de esa amistad. Fui habitual en la intimidad de almuerzos casi cotidianos, solo Mercedes, él y yo en la mesita de la cocina.

También fui asidua invitada los fines de semana a su casa de Cuernavaca, sin que nadie más alterara esos momentos de conversaciones íntimas. Siempre nos reuníamos después del mediodía, porque Gabo pasaba toda la mañana pegado al computador trabajando sin parar.

Algunas veces salíamos a librerías o a restaurantes. Recuerdo una vez que fuimos los tres a Garibaldi, ya desde entonces una zona realmente peligrosa, para oír y cantar rancheras. Pero, a pesar de que le gustaba la fiesta, las salidas eran más bien escasas. Muchas veces yo cocinaba, porque le gustaba la comida árabe, pero en la noche siempre era Mercedes la que preparaba algo sencillo y delicioso.

Muchas veces me pidió que le hablara sobre mis años en la guerrilla, pero yo estaba todavía en la etapa en que no era capaz de recordar con tranquilidad y además estaba feliz disfrutando de la vida sin zozobras, así que le conté solo pequeños trozos.

En esa intimidad presencié el noviazgo y luego el matrimonio de su hijo Gonzalo; el nacimiento de Mateo, su primer nieto, a quien yo me llevaba de la casa de sus padres a la de sus abuelos cuando era apenas un bebé; el nacimiento de Emilia, la escritura de “El general en su laberinto”, la preparación de “El cataclismo de Damocles”, su asistencia a las cumbres presidenciales… También fue mi acompañante al momento de comprar un apartamento en Coyoacán, y le dio todo su afecto a mi hijo, con quien tuvo tantas muestras de abuelo cariñoso.

Una vez le conté que mi hijo me había pedido un saxofón y mi respuesta había sido que mejor aprendiera a tocar maracas, porque ese aparato era muy caro y seguramente en poco tiempo lo iba a dejar por ahí botado. Gabo me dijo que eso podía ocurrir, pero que, si no se lo compraba, cuando estuviera grande iba a decir que si lo hubiese tenido habría llegado a ser Armstrong. Entonces Gabo se lo regaló. Después y hasta el fin de sus días tuvo a mi hijo a su lado, no solo en la organización razonada de su biblioteca, sino en la discusión de libros que ambos leían.

Tenía gestos de humor travieso, como cuando me autografió un libro: “Para Sejer [porque nunca aprendió a escribir mi nombre como lo puso el cura que me bautizó] con la condición de que no se lo dé a nadie”. Lo escribió muerto de la risa porque ese día había en la casa varios mexicanos que no entendían el sentido de la dedicatoria y preguntaban si yo lo daba, refiriéndose al libro; entonces él hacía chistes que aumentaban la confusión.

Cuando regresé a Colombia, Mercedes y Gabo visitaban mi casa cada vez que venían. Eran reuniones estrictamente familiares, sin flashes ni prensa.

De Gabo llamaba la atención su discreción, no solo la que era obligada respecto a los temas de Estado en que tantas veces se metió, sino también para referirse a la gente, a los amigos y a los pocos que con los años dejaron de serlo.

Nunca hablaba mal de nadie, ni siquiera de aquellos que, con aparente inocencia, bromeaban siempre sobre su supuesto mal vestir, cuando recién llegado a Bogotá todavía usaba ropa de tierra caliente, todo un camaján chévere, un caribeño “liso”, como decimos en la costa a los confianzudos. Nunca dijo, por ejemplo, si esos amigos del altiplano llegaban a la costa calzando sandalias con medias blancas y vistiendo pantalón de paño. Tal vez cuando retrató la casa de Fernanda del Carpio estaba pensando en ellos, pero eso no habría hecho que dejara de quererlos; apenas resultaba suficiente para alguna broma amistosa sobre lo distintos que eran los cachacos, pero nada más.

Así fue, hasta que ellos, con su envidia, quebraron esa amistad. En una ocasión en que yo reaccioné con rabia ante la publicación de alguna infidencia de su vida privada, me dijo entre risas que no fuera boba poniéndome a darle importancia a quien no la tenía.

No creo que los amigos que acabaron alejándose de Gabo lo hayan hecho por diferencias políticas. De Álvaro Mutis, todo en política lo alejaba, y se quisieron hasta cuando la muerte decidió que siguieran la amistad en otra parte. Decía que Mutis y él estaban de acuerdo porque ambos detestaban a la burguesía y con eso se zanjaban las diferencias.

La fascinación por el poder y su aguda capacidad de observación le permitieron ir dibujando el retrato del tirano de “El otoño del patriarca”. Esa misma cercanía con los poderosos, si bien sirvió para que los políticos se las tiraran de cultos sin leer sus obras, también le dio la oportunidad de hacer gestiones secretas para buscar la paz.

Quizá ahora que él no está para mantenerlas en silencio, algún día alguien no se aguantará el sigilo y dará a conocer esas acciones que iban mucho más allá de solo hablar con los presidentes. Más conocida fue su propuesta de trabajar por la educación, a la que dedicó bastantes esfuerzos, a pesar de que el presidente de la época no fue capaz de aprovecharla.

Su relación con el poder hizo que nuestra amistad no fuera siempre tan apacible. Yo me enfurecía muchas veces porque consideraba que se dejaba utilizar, me rebelaba ante su amistad con los presidentes y políticos colombianos, y el inconformismo no me salía precisamente de manera tranquila.

Yo quería que él fuera con todos ellos como había sido con Turbay, que siguiera siendo como cuando estaba en Alternativa, que a todos los tratara con la misma lejana displicencia que se merecían, que no permitiera la lambonería de tanta gente “bien”, sobre todo de Bogotá, que en privado lo despreciaba.

En algunas ocasiones se molestaba, pero la mayoría de las veces me hacía burlas amistosas sobre mi rebeldía, diciéndome que era como una potranca cerrera, y ahí quedaba todo.

Así de particulares eran sus formas de responder a los ataques de cualquier tipo. Por ejemplo, como un triunfo de la justicia poética, en una de las Ferias del Libro de Bogotá, Vargas Llosa, quien presidió la comitiva de Perú, vio opacado su estrellato por los homenajes a Gabo, una forma de devolverle aquel famoso puñetazo.

Bogotá, 19 abril (Notistarz).- No fue una muerte sorpresiva: desde hacía días sabíamos que el fin se acercaba, pero aun así resultaba difícil acostumbrarse. También había sido difícil, a lo largo del último año, aceptar que ya no era el mismo.

La vida se le extraviaba y los años le cayeron de pronto todos juntos. Pero también se había liberado de las obligaciones que se había autoimpuesto para ayudar a mejorar el mundo, se hacía cada día más dulce, más alegre, y quería estar siempre con amigos, salir adonde hubiera música, fiesta.

Lo conocí poco después del Nobel, cuando yo estaba asilada en México. Al día siguiente de haber conversado telefónicamente por primera vez, me recogió en mi apartamento y me llevó a su casa. Desde ese día me pregunto por qué merecí la suerte de esa amistad. Fui habitual en la intimidad de almuerzos casi cotidianos, solo Mercedes, él y yo en la mesita de la cocina.

También fui asidua invitada los fines de semana a su casa de Cuernavaca, sin que nadie más alterara esos momentos de conversaciones íntimas. Siempre nos reuníamos después del mediodía, porque Gabo pasaba toda la mañana pegado al computador trabajando sin parar.

Algunas veces salíamos a librerías o a restaurantes. Recuerdo una vez que fuimos los tres a Garibaldi, ya desde entonces una zona realmente peligrosa, para oír y cantar rancheras. Pero, a pesar de que le gustaba la fiesta, las salidas eran más bien escasas. Muchas veces yo cocinaba, porque le gustaba la comida árabe, pero en la noche siempre era Mercedes la que preparaba algo sencillo y delicioso.

Muchas veces me pidió que le hablara sobre mis años en la guerrilla, pero yo estaba todavía en la etapa en que no era capaz de recordar con tranquilidad y además estaba feliz disfrutando de la vida sin zozobras, así que le conté solo pequeños trozos.

En esa intimidad presencié el noviazgo y luego el matrimonio de su hijo Gonzalo; el nacimiento de Mateo, su primer nieto, a quien yo me llevaba de la casa de sus padres a la de sus abuelos cuando era apenas un bebé; el nacimiento de Emilia, la escritura de “El general en su laberinto”, la preparación de “El cataclismo de Damocles”, su asistencia a las cumbres presidenciales… También fue mi acompañante al momento de comprar un apartamento en Coyoacán, y le dio todo su afecto a mi hijo, con quien tuvo tantas muestras de abuelo cariñoso.

Una vez le conté que mi hijo me había pedido un saxofón y mi respuesta había sido que mejor aprendiera a tocar maracas, porque ese aparato era muy caro y seguramente en poco tiempo lo iba a dejar por ahí botado. Gabo me dijo que eso podía ocurrir, pero que, si no se lo compraba, cuando estuviera grande iba a decir que si lo hubiese tenido habría llegado a ser Armstrong. Entonces Gabo se lo regaló. Después y hasta el fin de sus días tuvo a mi hijo a su lado, no solo en la organización razonada de su biblioteca, sino en la discusión de libros que ambos leían.

Tenía gestos de humor travieso, como cuando me autografió un libro: “Para Sejer [porque nunca aprendió a escribir mi nombre como lo puso el cura que me bautizó] con la condición de que no se lo dé a nadie”. Lo escribió muerto de la risa porque ese día había en la casa varios mexicanos que no entendían el sentido de la dedicatoria y preguntaban si yo lo daba, refiriéndose al libro; entonces él hacía chistes que aumentaban la confusión.

Cuando regresé a Colombia, Mercedes y Gabo visitaban mi casa cada vez que venían. Eran reuniones estrictamente familiares, sin flashes ni prensa.

De Gabo llamaba la atención su discreción, no solo la que era obligada respecto a los temas de Estado en que tantas veces se metió, sino también para referirse a la gente, a los amigos y a los pocos que con los años dejaron de serlo.

Nunca hablaba mal de nadie, ni siquiera de aquellos que, con aparente inocencia, bromeaban siempre sobre su supuesto mal vestir, cuando recién llegado a Bogotá todavía usaba ropa de tierra caliente, todo un camaján chévere, un caribeño “liso”, como decimos en la costa a los confianzudos. Nunca dijo, por ejemplo, si esos amigos del altiplano llegaban a la costa calzando sandalias con medias blancas y vistiendo pantalón de paño. Tal vez cuando retrató la casa de Fernanda del Carpio estaba pensando en ellos, pero eso no habría hecho que dejara de quererlos; apenas resultaba suficiente para alguna broma amistosa sobre lo distintos que eran los cachacos, pero nada más.

Así fue, hasta que ellos, con su envidia, quebraron esa amistad. En una ocasión en que yo reaccioné con rabia ante la publicación de alguna infidencia de su vida privada, me dijo entre risas que no fuera boba poniéndome a darle importancia a quien no la tenía.

No creo que los amigos que acabaron alejándose de Gabo lo hayan hecho por diferencias políticas. De Álvaro Mutis, todo en política lo alejaba, y se quisieron hasta cuando la muerte decidió que siguieran la amistad en otra parte. Decía que Mutis y él estaban de acuerdo porque ambos detestaban a la burguesía y con eso se zanjaban las diferencias.

La fascinación por el poder y su aguda capacidad de observación le permitieron ir dibujando el retrato del tirano de “El otoño del patriarca”. Esa misma cercanía con los poderosos, si bien sirvió para que los políticos se las tiraran de cultos sin leer sus obras, también le dio la oportunidad de hacer gestiones secretas para buscar la paz.

Quizá ahora que él no está para mantenerlas en silencio, algún día alguien no se aguantará el sigilo y dará a conocer esas acciones que iban mucho más allá de solo hablar con los presidentes. Más conocida fue su propuesta de trabajar por la educación, a la que dedicó bastantes esfuerzos, a pesar de que el presidente de la época no fue capaz de aprovecharla.

Su relación con el poder hizo que nuestra amistad no fuera siempre tan apacible. Yo me enfurecía muchas veces porque consideraba que se dejaba utilizar, me rebelaba ante su amistad con los presidentes y políticos colombianos, y el inconformismo no me salía precisamente de manera tranquila.

Yo quería que él fuera con todos ellos como había sido con Turbay, que siguiera siendo como cuando estaba en Alternativa, que a todos los tratara con la misma lejana displicencia que se merecían, que no permitiera la lambonería de tanta gente “bien”, sobre todo de Bogotá, que en privado lo despreciaba.

En algunas ocasiones se molestaba, pero la mayoría de las veces me hacía burlas amistosas sobre mi rebeldía, diciéndome que era como una potranca cerrera, y ahí quedaba todo.

Así de particulares eran sus formas de responder a los ataques de cualquier tipo. Por ejemplo, como un triunfo de la justicia poética, en una de las Ferias del Libro de Bogotá, Vargas Llosa, quien presidió la comitiva de Perú, vio opacado su estrellato por los homenajes a Gabo, una forma de devolverle aquel famoso puñetazo.