*A Juicio de Amparo .
/ María Amparo Casar /
Gobernar con la popularidad y el discurso tiene sus límites. La popularidad -el aprecio o aceptación de un gobernante por parte de las personas encuestadas- poco ayudan a la gobernabilidad. Lo está viviendo en carne propia la presidenta.
De poco le ha servido el 70% de popularidad para lidiar con el huachicol, con los aranceles que quiere imponer Trump, con la violencia generalizada, con los desaparecidos, con el territorio capturado por el crimen organizado, con la falta de inversión, con el bajo crecimiento, con las protestas de la CNTE, entre muchos otros problemas públicos…
Ni al crimen organizado, ni a Trump, ni a los empresarios, ni a los sindicalistas les importa la popularidad de Sheinbaum a la hora de tomar sus decisiones.
Las acciones de gobierno, sobre todo la refundación constitucional autocrática que ha puesto en marcha, se la debe no a su popularidad sino a la mayoría de la que goza en el Congreso y lo que esa mayoría le permite. Ni siquiera se puede argumentar que la popularidad de la hoy presidenta fue lo que le trajo esa mayoría. Se necesita recordar una y otra vez que no se obtuvo en las urnas sino en una jugarreta ilegal en el Tribunal Electoral.
Sobre todo cuando ese discurso se toma como punto de partida para ratificar viejas políticas públicas o elaborar nuevas en la misma dirección.
El problema no es que las mentiras tengan las patas cortas -que las tienen- el problema es que esas mentiras caen por su propio peso cuando los indicadores nacionales e internacionales se abren paso: el desabasto de medicamentos, la debacle del sector salud, la falta de movilidad, los pronósticos de crecimiento, el aumento de la deuda, el fracaso de las obras de infraestructura, la insuficiencia de recursos, la disminución en la libertad de expresión, el declive democrático, la persistente inseguridad.
Claudia Sheinbaum heredó la mayoría de estos problemas el 1° de octubre. Las mentiras de López Obrador traducidas en problemas graves le reventaron en las manos. Como dijo Carlos Urzúa (q.e.p.d) le entregaron un cartucho de dinamita encendido. No sería justo adjudicárselos. Más aún, habría que reconocer que no ha creado problemas nuevos de la magnitud de los que heredó de su antecesor.
No sé si siendo candidata le creyó al expresidente que la corrupción y el influyentismo habían terminado, que Dos Bocas costaría “hasta menos de 8 mil millones de dólares” (hoy vamos en 20 mil), que con el Tren Maya no se cortaría ni un árbol, que el AIFA sería la solución a la saturación de las terminales 1 y 2, que Mexicana sería la línea aérea del pueblo, que no había contubernio entre el crimen organizado y los gobiernos estatales y federal.
Lo primero, de repetir el discurso anterior con cada una de sus falacias. Hacerlo le impide llevar a cabo los cambios necesarios.
La política es canija. Todos los presidentes tienen que lidiar con el país que les dejan, aún si son del mismo partido. En estos casos, en la era priísta, se dieron distanciamientos graduales como en el caso de Echeverría respecto a Díaz Ordaz. Después de meses de especulación de que Echeverría quería instaurar un maximato, López Portillo, en su discurso de toma de posesión, lo dejó muy claro: “Por voluntad del pueblo de México …asumo el cargo de Presidente de la República y con ello, mi propia e indivisible responsabilidad ante su historia y su futuro”. Menos de un año después Echeverría fue nombrado Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de México en Misión Especial. O sea, fue borrado del escenario político.
De la Madrid rompió con la llamada política estatista de sus dos predecesores, de su política de endeudamiento y de agrandamiento del sector público. Salinas de Gortari más bien profundizó las reformas económicas de De la Madrid sin ningún rompimiento. Finalmente, la sucesión de Zedillo fue más complicada no sólo por el contexto de crisis económica (devaluación) y política (asesinato de Colosio y levantamiento zapatista) sino también por el hecho inédito de encarcelar por enriquecimiento ilícito al hermano del ex-mandatario.
Así son las transiciones. Hay que lidiar con las herencias y componerlas o gestionarlas. A veces hay que romper con el pasado intentado que el partido que los postuló no se quiebre. Lo que no se puede es escapar del pasado.
Pasar los días recordando y defendiendo el pasado inmediato o, peor aún, persistiendo en los errores no es, precisamente, la mejor opción.
Sheinbaum ya lo ha experimentado al abandonar una de las peores políticas del obradorato, los abrazos y no balazos. Se le ha aplaudido. Ha demostrado que tiene con qué operar un cambio.
A alguien le escuché que el pasado no se puede “borrar ni editar, pero sí se puede superar”. Un buen gobernante es el que aprende del pasado y no se queda en él. Sheinbaum tiene que asumir que el poder del presidente saliente es agua pasada y que es su turno.
No hay más que de dos sopas. O la presidenta cree que hay que seguir pie juntillas el curso trazado por su antecesor o no ha aprendido la lección.