*
/ Ramón Vera-Herrera /
Traduzco aquí el inicio de una serie de relatos que me han ido apareciendo por el algoritmo del facebook y el instagram.
He tenido la suerte de saber de estas personajas, casi todas del siglo XIX acompañadas con fotos y alguna descripción o narración breve de lo que resume sus vidas.
Si no son ciertas, alguien debería inventarlas.
Por lo pronto hago versiones en castellano, con permisos literarios para que fluya mejor el relato, y anoto las escasas referencias de donde salieron.
Las fotos me dicen más que las palabras.
La ataron a la cama de un cuarto de cantina a los quince años y le dijeron que su vida pertenecería a los hombres con dinero. Cumplidos los veinte, Lydia “Red” McGraw [por pelirroja] conocía lo suficiente de Dodge City y de sus noches empapadas de whiskey y de los puños de los patrones del ganado que la trataban como su propiedad.
Una tarde, cuando uno de estos capataces borracho intentó encerrarla en su cuarto, ella sonrió, asintió y esperó. A media noche volcó la lámpara de aceite en las escaleras, le prendió un cerillo, y se fue caminando tranquila mientras el edificio rugía como un infierno. Las llamas se llevaron a sus carceleros, sus cadenas y la vida que se negó a aguantar un día más.
No fue sólo un escape. Fue renacer. Red se desvaneció en las planicies, su nombre comenzó a ser un murmullo que como humo seguía el rastro de las cenizas. Durante meses vivió de puro instinto, pepenando sobras de comida, escondida, siempre un paso adelante de quienes buscaban arrastrarla de regreso a su servidumbre. Pero el fuego que ardía dentro de ella era más intenso que el miedo. Encontró a otras como ella ”mujeres con pasados de maltrato y golpes, a quienes les habían robado su libertad, y que no tenían nada que perder. Juntas se volvieron forajidas, con revólveres en las caderas, y comenzaron a robar diligencias y carretas con una eficiencia fría que dejaba a los hombres estupefactos al ver a mujeres empuñando sus pistolas.
Al término de los años 70 del siglo xix, Red McGraw ya no era una prostituta enganchada en una cantina —era una reina forajida cuya leyendo llegaba por Kansas hasta Colorado. Algunas decían que era una diabla, otras la adoraban como heroína popular. Pero todas coincidían en que cuando se quemó la cantina Espuela Dorada, nació algo más peligroso que las llamas. Su historia nos provoca una pregunta: ¿qué harían ustedes si la única forma de salir de su celda fuera incendiarla? History Pictures.

En 1974, en las inmediaciones de Abilene, Kansas, una joven llamada Sarah Whitlock fue forzada a casarse con un ranchero acaudalado que le doblaba la edad. La fortuna de este señor le venía de tener ganado y tierras, pero su corazón era como de hierro. La trataba más como una propiedad que como su esposa, y su temperamento violento y sus puños inquietos terminaron por hartarla. Una noche de tormenta, Sarah se escurrio fuera de la casa del rancho sin más que una cantimplora, un cuchillo de monte y las ropas que llevaba puestas. Para la alborada, cabalgaba ya por entre las implacables planicies de Kansas, rezándole a la libertad que yacía más allá del horizonte.
El ranchero no perdió tiempo. Envió a dos pistoleros contratados a perseguirla, hombres que conocían el país y llevaban rifles en sus sillas. Durante días, Sarah sobrevivió de puras agallas, bebiendo agua de los lodosos arroyos, durmiendo bajo los mezquites, y aprendió a estar siempre dos pasos adelante de sus perseguidores que se iban acercando. Pero la desesperación le acentuó el espíritu. Comenzó a voltearle las tretas a quienes la seguían, liberaba y esparcía manadas de caballos, robaba municiones, los conducía a cañones sin salida donde la persecución se tornada pánico. La novia huida ya no fue la presa: se había vuelto la cazadora de quienes la perseguían.
En el verano comenzó a circular por todas las cantinas de Abilene el rumor de que los perseguidores comisionados por el ranchero habían hallado la muerte en el camino. Que ya no estaban sus rifles. El orgullo el ranchero estaba hecho polvo. Sarah nunca retornó a la casa de su marido, ni volvió a usar su nombre.
En cambio, labró una leyenda por todas esas praderas, de la muchacha que habia escapado de la crueldad y había enseñado a sus cazadores a temer la sombra da ella. En 1874, la novia evadida probó que la libertad se obtenía con pura valentía y agallas, porque nunca se otorgaba. Su convicción fue la de nunca volverse a doblegar. #fblifestyle Gistreel lifestyle. Liberia Online

La vendieron en un juego de cartas una noche de lluvia pertinaz y pesada, en Deadwood, Dakota del Sur. Corría 1876. Lucy Caldwell, que había nacido en Missouri en 1851, se había casado con Charles Caldwell, apodado “Jack de Seda”. Éste era un apostador muy sutil con las palabras y muy rápido con las mentiras. Le habia prometido una mansión y finos vestidos, pero lo único que obtuvo fue vivir en una tienda de campaña con compreventa de whiskey, un mazo de cartas marcadas y una vida esperando una suerte que nunca llegaría. Jack de Seda se jugaba todas —dinero, orgullo, incluso su nombre, hasta que una noche apostó lo único que no era suyo para apostar: su esposa.
Cuando las cartas golpearon la mesa, Lucy se quedó silenciosa, mientras su corazón le latía como el tambor de una peloton de fusilamiento. Los hombres reían, pero ella no. Alcanzó el revolver de Jack, todavía caliente de su regazo y culminó la mano de poker de un solo tiro. Todos en el cuarto se paralizaron. Había humo en la lámpara que colgaba del techo. Lucy guardó la pistola, levantó el mazo de cartas y jugó la mano ella misma, ganando su libertad y todo el dinero que estaba en la mesa. Para la madrugada, cabalgó hacia el este con todas sus ganancias atadas a la silla mientras su anillo de bodas quedaba hundido en el lodo afuera de la cantina.
Años más tarde, los apostadores murmuraban acerca de una mujer de Kansas City que jugaba a las cartas con el nombre de Lucy la del Encaje Negro. Nadie sabía de dónde salió, pero todos los hombres que se sentaban a jugar con ella juraban que no perdía nunca. Algunos afirmaban que traía el mismo revolver debajo de sus faldas —ya no por suerte sino en recuerdo de aquella vez. Y cuando invocaban su nombre, lo decían en voz baja, un poco como si tuvieran miedo de que entrara en ese momento. Porque Lucy Caldwell había aprendido la lección más vieja del Oeste —algunas veces la libertad no se otorga, sino que debe ganarse. Historical and Archeology

Se le dijo que ninguna mujer originaria llegaría a ser poeta. Ella contestó con una vida plena de poemas.
Joy Jarjo estaba de pie en uno de los fríos pasillos de la universidad, sin dinero, divorciada, con un bebé en brazos, y escuchaba al profesor descartar su futuro.
Había nacido en Tulsa en la nación muscogee (de los creek). Joy había sobrevivido tormentas: una casa llena de música y furia, un padrastro violento, un desesperado escape a los 16 años rumbo al Instituto de Artes Indígenas Americanas. Ahí aprendió que las historias que había aprendido no eran sólo recuerdos, eran la sobrevivencia misma.
Como madre soltera, durmió en sofás y trabajó en lo que pudo. Y de pronto, un poema de un escritor nativo la golpeo como un rayo. “Podemos hacer esto, dijo entonces. Podemos tomar nuestras palabras para luchar y responder”. Comenzó a escribir como modo de sanar, no en pos de aplausos: eran líneas audaces, rítmicas, que cargaban tambores y truenos. Sus críticos le espetaron: “es muy política”. Los hombres le gritaban en sus recitales. “Si ellos pueden gritar”, dijo, “también yo”. Tomó un saxophone —el instrumento de su padre” y convirtió los recitales en ceremonias, cada nota la volvió plegaria, cada stanza una bienvenida.
Estados Unidos finalmente escuchó. Joy Harjo fue la primera poeta “nativa americana” de Estados Unidos laureada, y prometió incluir a los fantasmas sobre los que se construyó este país.
Aunque con logros, se mantuvo humilde. “Cada poema es un camino hacia mí misma”.
Le habian dicho que su voz no importaba. Así que cantó más fuerte. hasta que la nación aprendió a hacerle caso. K Gayan Sadawikum













