*Escrito por Cecilia Lavalle.
En un tiempo en que las mujeres tienen más libertades y oportunidades que nunca, ¿por qué tendríamos que hablar de igualdad?
La respuesta corta es: porque ni tenemos todas las que nos corresponden por el hecho de ser humanas, ni todas las mujeres tienen acceso a esas libertades y oportunidades, ni lo que hemos conseguido aún echa raíces.
La respuesta larga empieza con una pregunta: ¿Por qué tuvimos que conseguirlo? Y ahí está la clave.
“Ser o no ser, esa es la cuestión” dijo el príncipe Hamlet en la obra del mismo nombre escrita por Shakespeare. Pero si hubiese sido princesa y, claro, el escritor inglés hubiese sido mujer, seguro hubiera dicho: “Quién dijo que soy y debo ser así. Esa es la cuestión”.
Porque desde tiempo remotos poderosos señores colocaron una serie de cualidades, defectos, atributos y, en consecuencia, deberes, limitaciones, obligaciones distintas e incluso opuestas a mujeres y hombres (de más está decir que en la repartición salimos perdiendo).
Pitágoras, por ejemplo, en el siglo VI antes de nuestra era afirmó que existía un principio bueno que creaba el orden, la luz y al hombre; y un principio malo que creaba el caos, la oscuridad y a la mujer.
¿De dónde sacó semejante cosa? Vaya usted a saber, pero afirmaciones de este y mayor calibre se replicaron a lo largo de los siglos.
Esta “doble verdad”, como le llama la filósofa Ana de Miguel, es lo que construyó la desigualdad. Es decir, edificó una plataforma para que, si nacías hombre, pudieras tener a tu disposición oportunidades y libertades que de ninguna manera tendrías naciendo mujer.
Muchas mujeres a lo largo de la historia protestaron, se disfrazaron de hombres, se rebelaron de diferentes y creativas maneras. Y algunas pagaron precios muy altos.
Pero fue cuando como sociedad creamos eso que hoy llamamos derechos humanos (fines del siglo XVIIII) que, de manera más organizada y en distintos momentos masiva, dijimos ¡hasta aquí!
Porque no había manera de quedarse impávidas tras escuchar que se gritaba a los cuatro vientos: ¡todos somos iguales! y, por tanto, todos podemos acceder a una serie de derechos; y, acto seguido, dejar fuera de esa idea a todas las mujeres. ¿Por qué? Por nacer mujeres.
Igualdad, entonces, va a significar tener la garantía, goce y ejercicio de todos los derechos que socialmente vamos creando sólo por ser humanas, igual que los humanos.
Y en eso estamos. Ahora, en pleno siglo XXI, seguimos desbaratando las desigualdades construidas desde la Antigüedad y trabajando arduamente en poner focos donde debemos prestar atención, focos rojos donde hay que marcar graves alertas, focos amarillos donde ya podemos transitar, pero con precaución. Y no perdemos de vista los verdes que hemos conseguido, porque ninguno, aún, es para siempre.
Este 8 de marzo, Día Internacional de las Mujeres, es la fecha que nos damos para hacer balance, para revisar “los focos”. Es el momento en que mujeres del mundo hacemos corte de caja y llamamos la atención en aquellas condiciones sociales que ameritan focos rojos.
¿Cuándo habremos de terminar?
Cuando todos los derechos alcancen a todas las mujeres, en todas partes, todo el tiempo. O, parafraseando a la indígena hñañú Estela Hernández: ¡Hasta que la igualdad se haga costumbre!