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/ Por Billie J. Parker Méndez /
“No se debe premiar a quién sirve a la patria, sino castigar a quién se sirve de ella”, frase célebre de Josefa Ortiz Téllez Girón
En el Grito de Independencia de 2025, la presidenta Claudia Sheinbaum hizo algo más que nombrar a los héroes patrios: nombró a las heroínas con sus propios apellidos. Al gritar “¡Viva Josefa Ortiz Téllez Girón!”, desató una controversia que, más allá de lo histórico, revela las tensiones vivas entre el feminismo y el patriarcado mexicano.
La omisión del apellido marital “de Domínguez” —con el que tradicionalmente se ha conocido a la Corregidora de Querétaro— fue interpretada por muchos hombres como una afrenta a la historia. “Así firmaba”, “así se le conocía”, “así entró a la conspiración”, argumentan. Pero ¿qué hay detrás de esta defensa del apellido del esposo?
Nombrar a Josefa Ortiz por su apellido de nacimiento no es borrar la historia, es recuperarla. Es reconocer que antes de ser esposa, fue hija, estudiante, pensadora, insurgente. Que su participación en la independencia no fue un favor marital, sino una decisión política. Que su identidad no se reduce a la de “mujer de”, sino que se expande como figura autónoma en una época que no concebía a las mujeres como sujetas de acción.
Los argumentos patriarcales que acusan a Sheinbaum de “revisionismo” revelan una incomodidad profunda: la de ver a las mujeres nombrarse por sí mismas. Porque el apellido del esposo no es solo una convención, es una marca de propiedad, una forma de borrar el linaje femenino y de inscribir a las mujeres en la genealogía masculina.
La historia oficial ha sido escrita por hombres, para hombres, con nombres de hombres. Y cuando una mujer —hoy presidenta— decide nombrar a otra mujer desde su autonomía, se activa el mecanismo de defensa del orden simbólico.
“No se puede corregir la historia”, dicen. Pero ¿quién la escribió? ¿Quién decidió qué nombres importaban y cuáles no?
El feminismo no pretende borrar el pasado, sino iluminar sus zonas oscuras. No niega que Josefa Ortiz haya firmado como “de Domínguez”, pero pregunta por qué ese nombre fue el único que se enseñó, el único que se celebró, el único que se gritó durante más de dos siglos.
La memoria histórica no es una fotografía fija, es un campo de disputa. Y en ese campo, los nombres importan. Porque nombrar es reconocer, y reconocer es reparar.
Claudia Sheinbaum no le quitó voz a Josefa Ortiz. Le devolvió el apellido que la historia le había negado. Y al hacerlo, incomodó a quienes aún creen que las mujeres deben ser nombradas por los hombres que las rodean.
Hoy, más que nunca, necesitamos una historia que nos nombre desde la dignidad, no desde la pertenencia. Una historia que reconozca que las mujeres no hicieron patria por ser esposas, sino por ser insurgentes. Y que el apellido que eligieron —o que les fue impuesto— no define su legado.
Josefa Ortiz Téllez Girón fue más que la esposa del Corregidor. Fue la mujer que dio el taconazo que encendió la independencia. Y su nombre, como su gesto, merece ser recordado con libertad.