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/Verónica Malo Guzman /
Cuando Juan Carlos I, rey emérito de España, decide publicar sus memorias bajo el título Reconciliación, no está contando su vida: está intentando reescribir la historia. Su historia, la de la monarquía y la de un país que aún no termina de decidir si quiere seguir llamándose “reino”. No es un ejercicio de memoria, es un movimiento político.
En el prólogo, el propio Juan Carlos escribe que “me roban mi historia”. En realidad, lo que intenta es robársela a los demás. Más que reconciliarse con España, busca reconciliarse consigo mismo… y de paso, con su cuenta bancaria y su ego. Lo suyo no es un ajuste de cuentas; es un blanqueo en toda la extensión del término: de dinero, de imagen y de conciencia.
Llamar a eso Reconciliación es una ironía. Debería titularse Venganza. Porque reconciliarse exige altura moral, generosidad, empatía. Y lo que ofrece el emérito es justo lo contrario: un golpe de revancha contra su hijo Felipe VI, contra la institución que encabezó y contra la memoria colectiva de España.
Los extractos revelan a un hombre que se siente “traicionado por su hijo” y “abandonado por amigos”. La víctima perfecta de su propia historia. Pero hay víctimas y víctimas. La suya no es la de quien fue injustamente exiliado; es la del que no acepta haber caído en desgracia por sus propios actos. La del que, desde el lujo en Abu Dabi, se dice inocente y humillado mientras el país al que reinó sigue pagando el costo de sus excesos.
El emérito se autodescribe como mártir, no como protagonista de uno de los mayores escándalos financieros de la Europa moderna. Califica como “grave error” el donativo de 100 millones de dólares recibido del rey saudí. Error no fue; fue decisión. Y, por supuesto, no dice nada de devolver el dinero.
En la obra hay mucho de confesión, pero nada de arrepentimiento. Juan Carlos no escribe para rendir cuentas, sino para cobrarlas. A Felipe, por no protegerlo; a la prensa, por exponerlo; a España, por olvidarlo. En esa cruzada, se lleva entre las patas la poca estabilidad que la monarquía aún conserva.
“La Corona española reposa enteramente sobre mí”, afirma. Una frase tan desmedida como reveladora: sigue convencido de que sin él no hay reino. Pero lo cierto es que su protagonismo -este nuevo intento de protagonismo- debilita la autoridad de Felipe VI y exhibe una vez más la fragilidad de la institución.
Porque si algo logra Reconciliación es recordarle a los españoles por qué la monarquía se tambalea cada cierto tiempo. No hay mejor enemigo para la Corona que su propio ex rey. En el afán de limpiar su nombre, Juan Carlos vuelve a ensuciar el escudo.
¿Y el momento? Impecable en su cálculo. A los 87 años, sin causas pendientes y con la reputación amortizada, el emérito lanza un libro que le permite recuperar atención, vender ejemplares y, de paso, cobrar relevancia política. ¿Por qué ahora? Porque puede. Y porque sabe que, mientras se hable de él, no se habla de la crisis institucional de fondo.
El daño no es menor. Felipe VI -cuya monarquía aún lucha por legitimarse ante una España cada vez más republicana- queda atrapado entre la herencia incómoda del padre y la necesidad de mantener la institución viva. Difícil tarea para un rey que ha hecho del silencio su escudo.
Quizás ha llegado el momento de plantearse en serio si la monarquía tiene sentido en estos tiempos. No por capricho ideológico, sino por agotamiento moral. Si el propio emérito se permite jugar con la historia nacional como si fuera un capítulo de memorias privadas, ¿por qué no consultar al pueblo sobre si desea seguir financiando la saga?
En definitiva, Reconciliación no cierra un ciclo: lo reabre. Es una traición en clave de memorias, un golpe bajo a la institución que dice amar y una demostración de que, incluso lejos del trono, Juan Carlos sigue disfrutando del poder que tanto daño le hizo a la monarquía.
Tres en Raya
¿Quién lo hubiera dicho? La más discreta y adecuada resultó Letizia Ortiz: la que es divorciada, la que fue despreciada por la familia real. Ella, la ajena, la periodista, terminó siendo la más digna y la más leal al papel que la historia le impuso. Mientras los borbones se devoran entre sí, ella sostiene, callada, la corona que otros se empeñan en deslucir.












