Mis proyecciones en el espejo
Por Paula roca
“Dedicado con amor a mi valiente y querida abuela Rosalía”
Mi padre creció en un hogar donde los papeles tradicionales estaban invertidos. Mi abuela era quien trabajaba para sacar adelante a sus tres hijos, mientras que mi abuelo, un eterno soñador, nunca concretó un solo negocio y vivió a expensas de ella.
Un día, al llegar a mi departamento en Coyoacán, mi tía —que vivía en el piso de arriba— me recibió con una caja llena de fotografías y recuerdos. Con ternura, comenzó a relatarme las historias de la abuela Sara. Cada palabra suya dibujaba a un ser extraordinario. Nos reíamos juntas al recordar anécdotas de una mujer llena de vida, que convertía cada momento en una aventura o en un rato entrañable para quien tuviera la suerte de acompañarla.
Pero detrás de esas historias había otra cara: la de una mujer con una responsabilidad inmensa para su época. No solo debía sacar adelante a sus hijos, sino también cargar con un esposo que era poco más que un fantasma en aquella casa. La verdadera autoridad del hogar era ella.
Eran los años cuarenta, tiempos complejos de transformación social, política y económica. Las mujeres, relegadas al ámbito doméstico y subordinadas por un sistema profundamente machista, no podían votar y mucho menos aspirar a la independencia económica. Sin embargo, mi abuela rompió el molde.
Se negó a limitarse a las labores del hogar. Con tres hijos que alimentar, ideó un negocio insólito para su tiempo: vender lencería fina importada. Convirtió la sala de su casa en la colonia Condesa en un verdadero salón de ensueño, especialmente para las mujeres de la colonia española, quienes encontraban allí una forma de verse bellas y sentirse deseadas. Así sacó adelante a su familia, a pesar de no tener el “permiso” de hacerlo.
Mi tía Marisa me contaba que cuando Hacienda se enteraba —por alguna vecina chismosa— y llegaba a tocar la puerta, la abuela arrojaba la ropa por el jardín de la vecina, que era su cómplice. También me narraba las peripecias que hacían al viajar a Estados Unidos o a España para surtir el negocio. En las aduanas mexicanas, mi abuela desplegaba todo su ingenio para librarse de los inspectores: desde fingir enfermedades contagiosas hasta sacar prendas íntimas y preguntar con descaro si serían del gusto de la esposa del agente. Con su carisma y desparpajo, lograba siempre salirse con la suya. Hasta los aduaneros reían, vencidos por el humor y la vergüenza.
Cuando la recuerdo, siento que esa fuerza que me ha acompañado a lo largo de mi vida viene de ella. Quizá por eso, como reportera, siempre fui atrevida y resuelta. Brincaba bardas, corría tras la nota del día, y una vez incluso tuve que salir volando por la ventana de un coche porque la puerta no abría y el tiempo apremiaba. Hoy entiendo de dónde heredé ese ímpetu.
Feliz día de las madres, donde quiera que estés.