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/Sabina Berman/
Cuatro días luego de tomar posesión de la presidencia, Ernesto Zedillo envió al congreso su iniciativa de reforma judicial. Meses más tarde, eligía a dedo a los nuevos ministros de la Suprema Corte de Justicia.
Así fue como el proyecto neoliberal mexicano se hizo de un Poder Judicial afín, que no impidiera sus designios.
La Era Neoliberal mexicana habría de durar hasta el año 2018, cuando en las urnas la mayoría de los mexicanos votaron por el candidato que se promovió como su enterrador. Andrés Manuel López Obrador.
¿Por qué votamos así?
No es un misterio. Porque el neoliberalismo no cumplió su promesa central.
El neoliberalismo prometió que si el Estado facilitaba a la clase empresarial enriquecerse de forma exponencial, la nueva riqueza gotearía a todas las otras clases sociales.
Y no goteó.
Durante 30 años, mientras los grandes empresarios se apropiaron de gran parte del manejo del país, los salarios se congelaron.
Y durante el mismo lapso, el Poder Judicial afín a los intereses de los empresarios, no atendió a las otras clases sociales.
Esta es la narración de los hechos. No retórica.
A partir del 2018, el nuevo gobierno de Izquierda inició su política prometida de separar al Poder Político de los intereses de los mega-empresarios del país, para favorecer a los muchos sobre los pocos.
Y entonces la misma historia se repitió con otros personajes y otros ritmos: ahora las iniciativas del presidente de Izquierda se toparon con un Poder Judicial contrario a su proyecto.
El PJ le rechazó 8 de sus iniciativas, entre ellas la reforma eléctrica y la reforma del agua, que proponían asegurar el suministro de electricidad y agua a todos los mexicanos, incluidos a los que no pudieran pagarlas.
—Si los pobres no pueden pagar el agua, que no usen agua —dijo famosamente un ministro de la Suprema Corte.
Y otra vez el presidente decidió quitar de en medio al Poder Judicial que impedía a su proyecto. El diseño para removerlo resultó más largo y accidentado del que Zedillo orquestó y está culminando en nuestros días.
Quien sabe si por diseño o por error, esta narradora no lo sabe, una complicadísima elección popular de jueces ha resultado en la elección solo de los jueces que en las boletas aparecían como propuestos por el Poder Ejecutivo; es decir, por la presidenta Claudia Sheinbaum.
Y desde el extranjero Ernesto Zedillo ha declarado que la República y la Democracia han muerto en México.
Y sí, tiene razón Zedillo, o casi.
Solo se equivoca en una palabra que le falta a su obituario. Lo que ha muerto es la Democracia neoliberal; lo que ha muerto es la República neoliberal. Seguimos adentrándonos en la era del México de Izquierda. Y esto ocurre con la venia de una gran mayoría de la población.
¿Por qué?
Porque la mayoría de los mexicanos está de acuerdo con la promesa central de la Izquierda: democratizar la vida pública.
La promesa de democratizar la economía ha empezado a dar sus frutos innegables: en los pasados años los salarios subieron 30%, el salario mínimo aumentó 120%, las ayudas sociales (el método clásico de la redistribución de la riqueza en las democracias) llegan al 75% de las familias.
Falta mucho más… Democratizar la salud y la educación, la electricidad, el agua —y sí, la justicia—, pero al menos el rumbo de la política coincide con el deseo de las mayorías.
Tampoco equivoquemos el optimismo. El recambio de los jueces garantiza que en adelante el PJ fluirá con los designios del gobierno de Izquierda, pero no que la justicia bajará ahora a las ventanillas donde se encuentra con la gente-gente.
Cumplir la promesa de democratizar la justicia queda a cargo de la nueva generación de jueces y solo avanzará si esta nueva generación se decide a ser heroica. Es decir, si no se acomoda a los usos y costumbres neoliberales del Poder Judicial —y por su propia voluntad lo transforma en otro populista en su quehacer.
Eso está en las manos de las cabezas del sistema. Los ministros de la Suprema Corte y los miembros del Tribunal Judicial. Un puñado de personas que ojalá asuman ese encargo épico –democratizar la justicia– como el principal.
Ya lo veremos suceder. O no lo veremos. Nada está garantizado.