/Juan José Rodríguez Prats/
Tiempo hace ya que no sabemos designar las cosas por su verdadero nombre (…) por eso la República se halla al borde del abismo
Catón el Joven (62 a. C.)
Los políticos hemos dejado de conversar. La posibilidad de que las palabras transmitan razones, argumentos, relato fiel de los hechos, se complica. Posicionamientos extremistas excluyen el mutuo acuerdo. Hemos despreciado la filología que, por sus raíces etimológicas, quiere decir amor por las palabras, conocimiento de su significado, respeto a su contenido. Paradoja de nuestro tiempo. Teniendo más medios para comunicarnos, no logramos entendernos. Padecemos eso que desde hace algunas décadas se ha denominado “disociación cognitiva”. La consecuencia es palpable, la cohesión social se resquebraja.
El verbo conversar no tan solo implica intercambiar ideas, sino también convencer. De ahí emerge el converso, aquel que cambia de opinión o el que muta de creencias. Se constituye entonces la convergencia, una exigencia de la democracia. Evoco tres conversaciones en busca de asideros que nos permitan reencontrar la concordia tan deteriorada hoy en día.
En 1908, Porfirio Díaz declaró su deseo de concluir su vida política y permitir la contienda de partidos. Presumía que los mexicanos ya estábamos preparados para la democracia. Era hora de concluir la simulación en el cumplimiento de la Constitución. Por fin se iniciaba el proceso para dejar de ser súbditos y convertirnos en ciudadanos.
En ese mismo año, Francisco I. Madero, con ideas inspiradas en el liberalismo, escribió La sucesión presidencial. Al año siguiente, le envió una carta al dictador. Se atrevía a formularle una pregunta: “¿Será necesario que continúe el régimen de poder absoluto con algún hombre que pueda seguir la política de usted, o bien será más conveniente que se implante francamente el régimen democrático y tenga usted como sucesor la ley?”.
En plena campaña presidencial (1910), se dio la entrevista en la cual, hasta donde mis pesquisas alcanzan, Madero insistió en las propuestas de nuestros grandes próceres, “que nos legaron un código de leyes tan sabias a la prensa independiente, tremolando la bandera constitucional para protestar contra los abusos del poder y la libertad al pueblo, como los que han llevado a un gran desarrollo, a un nivel muy superior al de los pueblos esclavos”. Hay testimonios que afirman que al final de la plática don Porfirio expresó: “Pobre Panchito, cree que con tan solo honradez se puede gobernar México. A su vez, Madero comentó la notable decrepitud del presidente. El pragmatismo de uno, el idealismo del otro.
Otro encuentro memorable se da en 1936, cuando se reunieron en Los Ángeles, Plutarco Elías Calles y José Vasconcelos, enemigos irreconciliables. En su libro El proconsulado, el aguerrido intelectual se refería de manera sarcástica a Calles como el “jefe máximo”. En la plática, Calles expresó que él debía tratar de esa manera a militares que únicamente entendían el lenguaje de la fuerza y el poder. No con las buenas maneras de los teóricos de la política, Vasconcelos señaló que “trazaron un plan para restaurar la libertad electoral”. Nuevamente el contraste entre el pragmatismo de uno y el idealismo del otro.
Un último encuentro histórico. Al día siguiente del destape de Adolfo López Mateos (1957), desayunaron él y don Adolfo Ruiz Cortines en casa de Antonio Ortiz Mena. Ahí se diseñó el principio del desarrollo estabilizador. Uno manejaba la política y el otro la economía sin permitir contagios. El burócrata veracruzano, con experiencia y mesura, sin mucho aspaviento, prolongó el mayor nivel de desarrollo en México del que se tenga registro.
La fragmentación social es señal de decadencia. Urge rescatar la interlocución sincera, la ética del lenguaje.
Nuestras leyes no han sido normas jurídicas, sino aspiraciones. Escribía Hemingway: “Hay tiempos de pescar y hay tiempos de dejar secar las redes”. Creo que merecemos una tregua para conversar nuevamente. Negarse es desertar del deber.